En el marco del 16 de noviembre, Día Nacional de la Gastronomía Mexicana, celebro mi encuentro con los sabores de México.
Esta semana celebramos el Día Nacional de la Gastronomía Mexicana, festejo decretado por el Gobierno Federal y promocionado a través de la Secretaría de Turismo, a razón de que el 16 de noviembre de 2010 la UNESCO declaró a la cocina mexicana como “Patrimonio Cultural inmaterial de la Humanidad”, un nombramiento que sólo comparten las cocinas de Francia y Japón (mi segunda gastronomía favorita).
Para los que hemos nacido fuera de México, es muy fácil advertir la riqueza y diversidad de la cultura gastronómica de este país. Para los mexicanos de nacimiento o crianza, quizás sea necesario salir del país algún tiempo, o viajar mucho para dimensionar y hasta valorar dicha riqueza. Sumándome a este festejo que se difundió bajo el #GastronomíaMx, hoy comparto aquí la memoria de mi encuentro con los sabores aztecas.
Antes debo decir que llegué a México con mis padres y hermana a finales de los 70, mucho antes de la globalización y la era digital, de manera que, amén de mi corta edad, mi conocimiento previo de lo mexicano provenía de El Chavo del 8 y las películas de Pedro Infante y Jorge Negrete: “En México se comían tacos, tortas, mucho picante y tequila”.
Pero nuestra primera comida en el DF no fueron los tacos de bistec o al pastor de las películas, sino algo más “contundente” aunque igual de sabroso: un enorme chamorro con guarnición de guacamole y pico de gallo, tortillas recién horneadas y agua de Jamaica. Como verán, tuve una bienvenida culinaria nada sutil y aunque me gustó mucho lo crocante y jugoso de la carne, creo que disfruté más el pico de gallo y de la frescura de la Jamaica.
Después, empezamos a frecuentar las fondas y el concepto de “comida corrida” nos sorprendió. Había que comer en cuatro tiempos. Estoy segura de que disfrutar por separado los alimentos educó mi gusto y me afinó el paladar, aunque ustedes no lo crean. El arroz rojo ¡era lo máximo!, esponjoso, mantecoso y acidito; el que a veces lo sirvieran con un huevo estrellado me hacía mucha gracia. Los primeros meses, las salsas verde y roja se quedaban al centro de la mesa y con el tiempo nos empezamos a servir de a poco hasta que la lengua se nos curtió.
Muy pronto –en las fiestas populares a las que íbamos– probamos el pozole y los mixiotes. Al principio el pozole no me gustó mucho, pues me parecía que el grano era muy pesado. Fue hasta que me casé que le agarré gusto ya que mi suegra prepara uno sin igual, al estilo Michoacán. En mi familia política, como en la mayoría de las familias del centro del país, no hay festejo que se precie de serlo sin este manjar.
Las primera Navidad mexicana fue un verdadero agasajo. En primerísimo lugar, nos fascinaron los romeritos y la ensalada de manzana. Más tarde y en otros ambientes probamos el bacalao y la ensalada de betabel con naranja. Platillos todos que hoy no faltan en nuestra mesa navideña.
Al año de haber llegado, hicimos un paseo por el sureste, recorriendo Veracruz, Tabasco, Campeche y Yucatán. El objetivo era culminar en Chichén itza. Del golfo recuerdo la frescura que nos prodigaron las nieves con jarabes de fruta al caminar sobre el malecón; el impacto del Chilpachole de Jaiba con su regusto exótico a hoja de acuyo y las picaditas grasosas con salsa molcajeteada. De Yucatán tengo el recuerdo de la primera enchilada de mi vida. Disfrutábamos del sutil amargor ácido de una sopa de lima cuando el mesero nos sugirió que acompañáramos nuestros guisados con la salsa de chile habanero. A la primera probada me zumbaron terriblemente los oídos, sentí un calor sofocante y odié al mesero. Pasamos toda la tarde tratando de apaciguar la sensación con nieves de guanábana y aguas de chaya.
Durante mi adolescencia, vivimos en Coyoacán y en ese barrio le agarré amor a las garnachas. Las tostadas de tinga y los sopes con salsa verde gigantescos del “Gordo” en el mercadito, sobre la calle Higuera, eran la neta. Los esquites con mucho epazote en los puestos del jardín Centenario eran obligados en la tarde de viernes. Y a cada paisano que nos visitaba lo llevábamos al “Rey del taco” por su dosis de tacos al pastor, bistec y suadero, aunque a veces nos animábamos a llevarlos hasta el Tenampa y luego al mercado de junto para que probaran la birria y la jericalla.
En mi época universitaria, los ingresos de estudiante nos alcanzaban para disfrutar de las quesadillas del puesto callejero en Copilco y de las fondas alrededor. Mis quesadillas favoritas eran las de Huitlacoche, un hongo que a mi parecer es un “manjar de los dioses”. Hoy disfruto más de los tlacoyos de maíz azul rellenos de haba con nopales. Son mi snack salado preferido.
Pero mi “mero mole” en la cocina mexicana es justamente el mole. Recuerdo muy bien la primera vez que probé un mole gourmet. Era diferente de los que hasta entonces había probado en fiestas y fondas. Eran los 80 y mi mamá nos llevó a un restaurante del centro que le habían “recomendado mucho”. El lugar nos conquistó de inmediato y aunque era sencillo, estaba decorado con estilo muy mexicano. En nuestra mesa, desde la segunda planta del edificio colonial, se apreciaba parte del Zócalo. Yo pedí mole. No estaba dulce y tampoco picaba de más. Tenía un equilibrio ideal, era espeso sin ser pesado y dejaba un regusto dulzón que no venía del chocolate, sino de alguno de sus chiles. Era la sucursal original de El Cardenal, sobre la calle de Palma. Hasta entonces entendí por qué el mole bien hecho era algo muy preciado y el platillo insigne de la gastronomía mexicana. No en balde, Enrique Olvera sirve su “Mole madre” en el afamado Pujol. Y sí, un mole negro de Oaxaca o los Chiles en Nogada, serían sin duda el plato principal de mi última cena.
Y por supuesto que podría seguir con cientos de sabores únicos como la barbacoa de Hidalgo o las enchiladas potosinas, o bien, revivir dulces y jugosas memorias como las fresas con crema, de Guanajuato, o el rollo de guayaba con cajeta, de Querétaro. Pero, concluyo recordándoles que los japoneses sirven nuestros melones verdes como fruta de lujo en sus mesas de fiesta y que cuando vienen a México comen mangos manila como si no hubiera un mañana. Nuestro aguacate está más de moda que nunca a juzgar por las cientos de imágenes que los foodies europeos y gringos más populares del Instagram suben a diario como recomendación de “desayunos saludables”, untado en tostadas o licuado en smothie.
Quizás algunos me van a excomulgar por esta última confesión pero –hasta hoy– “los famosos tacos” del charro cantor y la “torta” del pobre Chavo del 8 no me han podido conquistar del todo. Fuera de esos dos platos tan típicos, me declaro enamorada total de la Gastronomía.mx