¿Cómo pasar de la nota roja al seguimiento del problema de la violencia hacia las mujeres y la resistencia de los gobiernos a reconocerla?
Al revisar los reconocimientos y recomendaciones del último informe del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer del CEDAW, en julio de hace cuatro años, en 2012 encontramos evidencias de una tensión que hoy nos marca. Me refiero a la tensión entre el escenario de la política con sus protagonistas incluidos, las necesidades y preocupación de la gente.
Y es que este divorcio entre la vida de los hombres y mujeres públicos y la vida del ciudadano común, pienso, no sólo ha permeado la agenda de la equidad, sino también a los medios de comunicación.
Los ejemplos de la distancia entre la élite política y la sociedad están presentes en el informe de la CEDAW, cuyos señalamientos pronto deberán revisarse en México.
Y es que el Comité, en el punto de los reconocimientos, elogió entonces las modificaciones realizadas en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales de 2008, por el sistema de cuotas de género en el registro de candidatos al Congreso en una proporción de 40%.
En contraste, el Comité dejó constancia de su preocupación por el hecho de que la estrategia de seguridad pública contra la delincuencia organizada, combinada con impunidad y corrupción, haya intensificado la discriminación y violencia generalizadas contra las mujeres.
Y ojo, en el documento se subraya que por actitudes patriarcales esta situación se minimiza, en un intento de hacerla invisible.
Es decir, mientras en el escenario de la vida política, correspondiente a una élite, tenemos el avance en el acceso a la representación legislativa, en aquel momento con las cuotas de género, en el día con día, como bien lo enumeró el reporte de la CEDAW, crecía la violencia doméstica, desapariciones forzosas, torturas y asesinatos, en particular –se subrayó entonces– el feminicidio, “por agentes estatales, incluidos funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y fuerzas de seguridad, así como por agentes no estatales como grupos delincuentes organizados”.
Lamentablemente, el contraste entre mejores condiciones para el acceso al poder y pésimas condiciones para acceder a la justicia de las mujeres violentadas no sólo persiste, sino que se ha profundizado todavía más.
Y es que resulta previsible que en el próximo informe de la CEDAW se reconocerá, como lo amerita, la ley de paridad, y su consecuente obligatoriedad en concretarla en los partidos con listas de candidatas y candidatos en 50 % para cada género.
Pero también es a todas luces previsible que el Comité encontrará que se hizo muy poco en la recomendación de revisar la estrategia de seguridad pública para la lucha contra la delincuencia organizada, a fin de adaptarla a sus obligaciones internacionales de derechos humanos, “y poner fin a los altos niveles de inseguridad y violencia en el país, que afectan de forma desproporcionada a las mujeres”.
El contraste se reproduce con los instrumentos de reparación del daño. De un lado tenemos, y qué orgullo, una ola de recursos, quejas y resoluciones favorables en el terreno electoral, donde el Tribunal y los magistrados avanzan conforme la capacidad de las políticas en hacer valer la paridad, pero en el terreno de la seguridad ni siquiera tenemos nuevos instrumentos legales para afrontar un aspecto que la CEDAW subrayaba en 2012: la participación de los propios agentes de las llamadas fuerzas de seguridad en hechos de violencia hacia las mujeres.
Es cierto que hay programas gubernamentales con enfoque de género como el de las caminatas nocturnas de la Sedatu y SecretarÍa de Gobernación, pero en la práctica nada se ha hecho para desmantelar el punto que la tragedia del 26 de septiembre del 2014 dejó al descubierto: la infiltración del crimen organizado en las corporaciones policiales.
Este divorcio entre acceso a la equidad en el ejercicio del poder y acceso a la seguridad mínima de las mujeres en sus espacios cotidianos, también se reproduce en los medios de comunicación, donde la agenda de la corrupción y los escándalos políticos desplaza todo lo demás.
Es paradójico y desesperante incluso. Porque, por supuesto que necesitábamos poner la lupa, los reflectores y la atención en los usos y costumbres en una clase política que se sirve con la cuchara grande. Pero esa agenda donde los Padrés del PAN y los Duarte del PRI son los villanos del sistema –cuando hasta hace poco eran las tuercas o el aceite mismo– ha llevado a un segundo y tercer plano los temas de la vida cotidiana, donde la corrupción también hace agua pero en contra de la gente: la salud, la educación y la justicia.
Esta ocupación de los medios en el escándalo termina favoreciendo la invisibilidad de los estragos que la corrupción tiene en el plano de la seguridad, a menos que la nota roja se haga cargo de recordarnos el problema.
Pero ¿cómo pasar de la nota roja al seguimiento del problema de la violencia hacia las mujeres y la resistencia de los gobiernos a reconocerla?
Creo que la despartidización del tema podría abonar mucho. Y lo digo porque aquí mismo en el Senado, y gracias a nuestras convocantes de hoy, conocimos de las experiencias exitosas en el Salvador con Ciudad Mujer en varios planos, incluyendo de la violencia de género.
Me impactó favorablemente el testimonio de las directivas sobre la conciencia deliberada de no contaminar sus intervenciones con ningún uso electoral o partidista.
Pienso que el pacto que las feministas, activistas y políticas, hicieron para concretar la ley de paridad, debe extenderse para visibilizar la violencia de género vinculada a los aparatos de seguridad y justicia fallidos a nivel estatal y regional.
Como periodista, observadora externa, tengo la impresión de que en el caso de los problemas de seguridad, ese pacto de denuncia y atención no existe aún, por el uso partidista que todavía tenemos de esos temas.
Hay que convencer a las legisladoras priistas mexiquenses y de Guerrero, y a las perredistas de la Ciudad de México, pero también a las panistas de Baja California y Guanajuato de tomar el tema más allá de los compromisos con el gobernador o el jefe de gobierno. Tenemos que asumir que es un asunto de la estructura de seguridad y de una cultura machista que estamos desaprendiendo a señalar.
En las coyunturas electorales, hay que denunciar, castigar y penalizar mediáticamente la violencia política. Pero hay que hacerlo venga de donde venga. Pero duele ver a priistas destacadas, feministas, hablar de violencia política en Sonora, Puebla o Aguascalientes, y recordar que fueron tolerantes en Veracruz y Chihuahua…
Creo que la despartidización es urgente. Pienso que el hecho de que el Estado de México, entidad del presidente Enrique Peña, sea la que encabece la violencia hacia las mujeres, también ha impedido avanzar a fondo.
Tenemos que cerrar filas en la construcción de esa capacidad, de ir más allá de la protección de nombres, hombres y partidos, y aprender a usar el poder de la paridad de género en favor de la inequidad.
*El texto es parte del discurso de la ponencia de Ivonne Melgar en el Senado de la República, a donde fue invitada a participar en el Foro “No más feminicidios, #MxEnAlertaDeGénero