La cultura machista emerge desde las familias.
Conocí con mi equipo terapéutico a la familia Sánchez, cuando vinieron a consulta porque un juez le dio la opción a Rodrigo, de 16 años y el mayor de cuatro hermanos, de asistir a terapia familiar o quedarse en un centro de menores infractores por un tiempo, tras cometer por primera vez un delito menor. Rodrigo y su familia optaron por la terapia familiar. Con Rodrigo venía una mujer adulta, un hombre adulto, dos niños de 14 y 7 y una niña de 9. Sin asumir nada, preguntamos como siempre, quiénes estaban acompañando a Rodrigo: era su mamá, sus hermanos y no quedaba claro si el señor era su padrino, o un amigo de la familia, o algo… La explicación era confusa, hasta que entendimos que se habían traído a un vecino para que la hiciera de hombre adulto de la familia, y de ese modo transmitirnos que eran una familia “funcional”.
Si eres una madre soltera, como la mamá de Rodrigo, si estás sobrecargada entre trabajar y cuidar a los hijos y tu hijo mayor comete un delito (o tiene cualquier problema, aunque sea menos grave), es muy probable que te sientas culpable por varias razones, pero una de ella seguro será que piensas que a tu hijo le ha hecho falta “una figura masculina”. Lo pensarás tú misma, te lo dirá la familia, algún amigo, alguna maestra o algún trabajador social, o todos. Porque quizá lo has pensado siempre cuando sentiste que querías tirar la toalla y los hijos eran chicos, y porque se confirma en la adolescencia con los problemas que aparecen, y por esa razón te has pasado haciendo “hasta lo que no”, buscando una figura masculina para que le enseñe a tu hijo “a ser hombre”, “reglas”, “disciplina”, “orden”. “Que vaya a terapia con un psicólogo hombre”, “qué bueno que le tocó un maestro hombre”, “siquiera ve a su tío de vez en cuando”, te dicen –te dices–.
Éstas son expresiones de una cultura dominante machista que dicta que sólo un hombre es capaz de “enseñar a ser hombre”, además de disciplina, límites.
Le he preguntado a algunas mujeres en esa situación qué esperan que un hombre le enseñe a su hijo que no le pueda enseñar ella, y he oído todo tipo de respuestas sin que ninguna me haya convencido de que eso sólo lo puede enseñar un hombre: cambiar una llanta, sexualidad, trabajos pesados de la casa, tratar a una mujer…. ¿De verdad? He visto a algunas mujeres hacer eso muy bien y a algunos hombres que no tienen ni idea de eso, porque no viene integrado a ningún gen. Todo ha sido aprendido. Pero el mito de que es indispensable que un niño varón conviva con “un hombre que le enseñe a ser hombre” está muy generalizado y hace a muchas familias vivir como carentes de eso.
Entre un cuarto y un tercio de las familias en el país, tienen como cabeza de familia a una mujer y esas mujeres han sacado adelante a sus hijos con mayor o menor eficiencia que el resto de las familias encabezadas por hombres y mujeres. Cualquiera de nosotros tiene ejemplos de esto a su alrededor. Pero las ideas dominantes suelen ser más fuertes que los datos de la realidad.
Los niños varones (al igual que las niñas) requieren de adultos o adultas que les enseñen a ser buenas personas por sobre muchas otras cosas. Y para eso requieren ser amados, cuidados, protegidos y educados por los valores, quienes están a cargo de poner el ejemplo. Y para eso no se necesita ningún género, sexo o identidad sexual particular. Qué bien que los hijos e hijas tengan dos adultos a cargo, o más si es el caso, pero cuando eso no es posible, es importante transmitir a nuestros hijos, a esas familias que no son carentes o disfuncionales por su composición. Lo importante son las prácticas de respeto entre sus miembros.
Escribo este texto el día de la derrota de Hillary Clinton como presidenta de Estados Unidos. Es un día triste, en el que no se rompió el techo de cristal, esa barrera simbólica en la que muchas mujeres se siguen topando para crecer profesional, política, socialmente y que de alguna manera le habíamos encomendado. Tocará a mujeres y hombres que comparten los valores de igualdad y justicia seguir trabajando por un mundo en el que predominen justamente esos valores. Creo desde lo más profundo que esa batalla se libra también en nuestro entorno cotidiano y tomar conciencia de eso es el primer paso para lograrlo.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.