«GINECEO»: Antonieta Rivas Mercado. La que huía - Mujer es Más -

«GINECEO»: Antonieta Rivas Mercado. La que huía

La mujer que se involucró en el arte y se suicidó en París. 

Hablar de Antonieta Rivas Mercado es hacerlo de una de las mujeres más emblemáticas del siglo XX, pues su vida fue a la par de las nacientes instituciones culturales y artísticas de la modernidad en México. Inquieta, curiosa y atrevida. Nació a caballo entre siglos, dividida por la cuna conservadora del siglo XIX a la que perteneció su familia y lo contemporáneo que la revolución armada arrojó. Su padre, don Antonio Rivas Mercado, respetado arquitecto y profesor de la Academia de San Carlos, consolidó su carrera al proyectar y construir, entre otros inmuebles, uno de los monumentos más significativos de este país, la Columna de la Independencia, inaugurada por el presidente Porfirio Díaz durante las fiestas del centenario de la Independencia.

 

Desde temprana edad, Antonieta estuvo vinculada a la cultura. A los ocho años viajó a París donde ingresó al ballet de la Ópera. A su regreso la sorprendió el estallido de la Revolución. Casi toda su adolescencia, Antonieta inclinó su vida a las relaciones sociales, el aprendizaje de nuevos idiomas a la literatura y la historia del arte. A los 18 años contrajo matrimonio y apenas un año después nació su único hijo Antonio o “Antoñico”, como ella le llamaba. Sin embargo, al poco tiempo buscó el divorcio. El largo proceso de separación, aunado a la muerte de su padre en 1926 y un estado depresivo permanente, comenzaron a perfilar el destino trágico de Antonieta.

 

Alrededor de su vida se han creado mitos y leyendas, con frecuencia exagerados. Lo que es cierto, sin duda, es que tanto su pasión cultural, su mecenazgo, así como sus desilusiones amorosas, fueron parte fundamental de su cruento final.

 

Antonieta escribía, siempre lo hizo, en busca de una “tabla de salvación para mitigar sus depresiones agónicas”. Dejó una serie de escritos (un universo epistolar, cuentos y la primera parte de una novela), algunos mejor logrados que otros. En su proyecto novelístico, “El que huía”, del cual sólo escribió un fragmento, quería mostrar su madurez al desprenderse del nacionalismo que ya “venía ahogando al modernismo artístico”. Así describió su esquema a su amigo el pintor Manuel Rodríguez Lozano: “quiero echar un clavado en medio de lo más puramente mexicano, sin ‘jicarismo’, sin que a nadie se le ocurra hablar de ‘color local’, y pretendo hacer del libro algo humano, humilde, penetrante y translúcido, como ciertas mañanas de azul que me embriagaron”. 

 

Sin lugar a dudas, como un testamento, las cartas de amor a Manuel Rodríguez Lozano, son una pieza literaria reveladora y única. A partir de ellas se pueden reconstruir los últimos y tormentosos años de su vida. Pero también quizá los más dichosos.  

 

La “recopilación epistolar” se publicó por primera vez en 1975. Dividido en tres secciones y compuesto por 87 cartas, Antonieta describe su intimidad, magia y dolor. Con un lenguaje entre barroco y cursi, habla de los más grandes amores de su vida: su hijo, la cultura, José Vasconcelos y el pintor Manuel Rodríguez Lozano. Sería injusto considerar los vaivenes y desencuentros con estos “personajes y que éstos la orillaron al cadalso”. Lo que sí se puede asegurar es que al menos de los últimos sintió “traición y decepción”. En ese orden.

 

De Rodríguez lozano se enamoró con un fervor casi religioso. A él dedica gran parte de su correspondencia. Ahí se percibe la ambigüedad de la relación: el intenso deseo carnal de Antonieta que contrasta con las exigencias de una relación meramente espiritual por parte de Manuel. No resulta del todo claro si estas exigencias escondían la homosexualidad del pintor, realidad ante la cual Antonieta manifiesta una total ceguera, protegida quizá por la profunda admiración que sentía por él.  Sin embargo, quizá en el fondo lo sabía, pero se reservaba el sentimiento, tal como lo menciona en su carta del 20 de abril de 1929: “lo espero con intensa espera. Lo quiero y contra esperanza, espero”.

 

A Vasconcelos lo admiraba y amaba. Era su compañera y su amante. Creía en él como la reencarnación del bien político. Lo acompañó en su cruzada democrática, cuando el “maestro de América” se postuló a la presidencia de la República. Después del fracaso electoral de la campaña Vasconcelista, en la que Antonieta invirtió casi toda la fortuna heredada de su padre, quiso alejarse él. Le hacía daño su compañía porque se sintió utilizada.

 

Viajó a Estados Unidos y volvió al mecenazgo y ello le devolvió la vida, como apenas algunos años cuando habría apoyado la creación del grupo Teatral Ulises, el Patronato para la fundación de la Orquesta Sinfónica de México. En New York entabló una relación cercana con Federico García Lorca y se volcó al periodismo.  

 

A finales de 1930, Antonieta viaja a París. A pesar de todo continúa con sus obsesiones. La correspondencia con Rodríguez Lozano no para y vuelve a encontrarse con Vasconcelos, a quien insiste en apoyar. Esta vez para la publicación de un panfleto periodístico, que la lleva a invertir casi hasta el último centavo que le quedaba, incluso “empeñó sus joyas”.

 

Evidentemente, Antonieta rompió con los moldes sociales y culturales de los convulsionados años veinte. Encabezó una cruzada personal cuando México se buscaba a sí mismo en sus propias entrañas. Su apoyo a la cultura a través de su mecenazgo; su intensa relación con intelectuales, escritores, pintores; su convicción democrática, política -y desde luego romántica-, construyeron una imagen que hoy se debate entre el mito y la realidad, pero, a fin de cuentas, logró ocupar un sitio que parecía exclusivo de los hombres.

 

Dejó la “ciudad luz” para hacer un viaje relámpago a México. Encargó a su hijo, que se “lo habían arrebatado” y volvió a París para cumplir con su destino.

 

En una de las páginas finales de su diario, Antonieta describió teatralmente su futuro trágico. Casi como un gran final, en donde el telón cae y se espera la ovación, las lágrimas y las risas que contagian: “he decidido acabar. Ya está en mi poder la pistola que saqué de entre los libros de Vasconcelos. Ya tengo apartado el sitio, en una banca que mira al altar del Crucificado, en Notre Dame. Me sentaré para tener la fuerza de disparar. Pero antes será preciso que disimule. Voy a bañarme porque ya empieza a clarear”. 

 

Antonieta Rivas Mercado murió suicida el 11 de febrero de 1931. Su cuerpo quedó tendido bajo la imagen de la virgen de Guadalupe en la Catedral de Notre Dame.

 

Mujer de estirpe, adelantada a su época, mecenas y fundadora de una concepción del arte moderno mexicano, murió por sus convicciones y contradicciones. Sobre ello, su amigo Xavier Villaurrutia señaló que prefería “quererla que juzgarla”. Tras su leyenda quedó un legado cultural significativamente inmenso. 

 

 

Carlos Silva. Maestro y candidato a doctor en historia por la UNAM. Su especialidad: historia política contemporánea. Publicaciones: El Diario de Fernando; las biografías de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Gonzalo N. Santos; 101 preguntas de historia de México; Todo lo que un mexicano debe saber. Es coordinador de Gestión Cultural de la Subdirección General de Patrimonio Artístico del INBA y dirige su propio sello editorial Quinta Chilla Ediciones.  

*Foto: Alejandro Navarrete 

 

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