Una fiesta universitaria bien puede convertirse en un bar gay.
Cuando estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (Plantel CU) conocí a una chava lesbiana —la llamaremos “Lupita”— que estudiaba Relaciones Internacionales. Muy linda, bastante femenina y de aspecto “jipioso”: blusas bordadas por artesanos chiapanecos o oaxaqueños, jeans deslavados y huaraches de llanta. Era muy amable y culta. No faltaba el libro en sus manos y una conversación con ella podía durar horas. Le gustaba tirarle al gobierno y siempre andaba en marchas de protesta, prácticamente de lo que fuera. Un día apoyaba a los campesinos desprotegidos, a las mujeres violadas, a los obreros, a los niños de la calle, a las “Marías”, a los vendedores ambulantes, etc. Era solidaria y su voz se alzaba para apoyar a los más desvalidos.
Teníamos un grupo de amigos y amigas gays, que en los descansos, entre clase y clase, nos integrábamos con otros compañeros bugas (heteros) a tratar de solucionar los problemas del mundo y a querer convertir al planeta en un lugar donde todos fuéramos aceptados y respetados.
Lupita nos contó que su papá era catedrático de la UAM Xochimilco y su mamá maestra de Ética en dos preparatorias. Nos mostró fotografías y vimos que ella no era sino una extensión de los ideales de sus padres. El papá había sido manifestante en el movimiento de 1968 y su mamá era una entusiasta promotora del respeto al derecho a cultivar las tierras de los indígenas en los chimalapas en Oaxaca, Tabasco y Chiapas.
Todo esto tiene que ver con lo que sigue. Lupita también nos contó que tenía tres hermanas y dos hermanos. Supusimos que seguramente de la misma corriente ideológica.
Un día nos invitó a una fiesta para celebrar su cumpleaños. Emocionada, nos dijo que quería que en su casa nos conocieran como sus mejores amigos gays de la facultad. Con nosotros, me refiero a Omar, Samuel Víctor Hugo y un servidor.
Aceptamos -halagados- la invitación tan entusiasta y prometimos no fallar al huateque. Al llegar los cuatro a la fiesta, el garage de la casa de Lupita estaba atiborrado de amigos y la música de salsa resonaba tres calles a la redonda.
Buscamos a Lupita entre el tumulto y ella vino amable a decirnos que había una barra de bebidas y que pidiéramos lo que quisiéramos.
La mayoría de los invitados tenía aspecto gay, tanto hombres como mujeres. Es fácil identificarnos entre nosotros cuando ya tienes tiempo saliendo y conociendo gente de nuestro ambiente.
Una señora muy guapa pasó ofreciendo bocadillos y un señor muy sonriente nos dijo que si queríamos mota: “en el jardín estaba la sección pacheca”.
Ambos se presentaron como padre y madre de Lupita.
Le pregunté a Lupita por qué de tanta gente homosexual en su fiesta.
¡Ahhh!—me dijo—, es que olvidé decirles que mis tres hermanas y mis dos hermanos, también son gays, y mucha de esta gente también son amigos de ellos.
¡Plop! Jajajajaja. Sobra decir que nuestros ojos se abrieron tamaño plato y nuestras mandíbulas cayeron al suelo en automático. Padre y madre seguían animando a los invitados, la música cada vez más agradable. Hombres bailando con hombres, mujeres besándose con mujeres, y la familia muy feliz celebrando.
Eso más que una fiesta, parecía un bar gay.
Nos fuimos de ahí al amanecer, no sin antes abrazar a los padres de Lupita y agradecerles el grandioso trato. Nunca habíamos estado en un lugar tan sui generis y al mismo tiempo tan lleno de buenas vibras y de mucho amor familiar, a los hijos y a los amigos en general.
Recordé lo anterior, porque el domingo 11 de septiembre hubo una marcha en contra de los matrimonios igualitarios y en defensa de la familia “natural”. Esto trajo a mi imaginación toda la familia de Lupita, apoyando y gritando consignas por la defensa de las familias AMOROSAS y por un mundo, más tolerante, más seguro, más libre y más digno para todos.
La familia de mi amiga, como la mía, como la de muchos, es una familia natural porque está llena de amor y respeto.
Raúl Piña es egresado de Ciencias de la Comunicación (UNAM). Extrovertido, el mejor contador de chistes y amante de las conversaciones largas. Fiel a su familia, de la que adopta honor, valor y mucho corazón. Vive en Toronto, Canadá, desde hace 20 años, pero sus raíces sin duda son 100% mexicanas. Escribe como le nace y como dijo Ana Karenina: “Ha tratado de vivir su vida sin herir a nadie”.