Lo que hay detrás de un niño que no quiere ir a la escuela.
Estamos iniciando el regreso a clases (los alumnos que pueden), y en algunos meses tendremos en consulta a los niños y adolescentes que no quieren ir a la escuela. Ese es uno de los motivos de consulta más frecuentes en la clínica de atención a la comunidad en la que trabajo.
Este problema “común” echa a andar muchas de las ideas generalizadas que se tienen sobre los hijos, sobre los niños, niñas y su crianza. ¿Las han compartido? “Es un berrinche, quiere llamar la atención, es flojo, es mañoso, está manipulando, es un llorón, no quiere despegarse de su mamá, es un consentido, es un malcriado, se está poniendo muy rebelde”. Y claro, si esas son las cosas que se piensa que explican el problema, las “soluciones” vienen de esa mano: regañar, obligar, insultar, castigar o premiar, descalificar, chantajear, minimizar, ignorar.
Aunque para el problema, las explicaciones del sentido común –y de algunos profesionales– sean “comunes”, lo más sorprendente es que la experiencia indica que siempre hay una buena razón para que un niño o niña no quiera ir a la escuela. Si revisamos, por ejemplo, algunos de los testimonios recientes de los niños que sufrieron abuso en una escuela Montessori de la colonia del Valle en esta Ciudad, los de hace algunos años en Oaxaca, o cualquier testimonio de casos de abuso en cualquier parte del mundo y época, hasta donde se tiene o empezó a tenerse registro, los niños siempre empezaron diciendo que no querían ir a la escuela.
No estoy hablando de padres malvados que obligaron a sus hijos a ir a la escuela a sabiendas de que algo grave ocurría. Estoy hablando de padres, la mayoría de las veces preocupados por el problema, pero atrapados por ciertas ideas dominantes de nuestra cultura: las escuelas son lugares seguros, confiamos en los adultos a cargo, el problema entonces es el niño y su comportamiento. Así es en general, la cultura, los sistemas, tienden a culpar a los individuos de sus malestares y se tiende a ignorar el contexto. A esto hay que sumar una actitud, defensiva quizá, de no querer suponer que son razones graves las que originan el problema.
Desde luego que, afortunadamente, la mayor parte de las veces no se trata de casos de abuso sexual, ni de esa gravedad, pero las otras razones no son desdeñables tampoco: compañeros que molestan o violentan (bullying), maestros que violentan, o problemas en la propia familia, todo de menor a mayor grado, pero siempre atendibles.
Por estas razones sería fundamental que siempre que un menor no quiera asistir a la escuela, se prendieran las alertas de los padres, los maestros o cualquier otro testigo del hecho. Sobre todo, tendríamos que desafiar comunitariamente una cultura que tiende a minimizar o descalificar los malestares de los niños y los adolescentes como cuestiones sin importancia, como si los únicos problemas que de verdad son importantes o realmente existieran fueran los de los adultos; de ahí la frase que resume esta descalificación “es cosa de niños”.
Si los niños abusados sexualmente hubiesen sido escuchados y atendidos las primeras veces que manifestaron no querer ir a la escuela, probablemente no hubiesen sufrido esta extrema violencia más tarde. En todo caso, si no es nuestra primera hipótesis la más grave, cualquiera de las menos graves es igualmente importante. Si el problema no es mayor, nuestros niños (no hablo sólo de nuestros hijos, sino de nuestra responsabilidad social de cuidar a los menores, en el lugar que nos toque) nos agradecerán el haber sido considerados como personas. Si tememos los extremos de hacer demasiado o poco caso a estos avisos, yo preferiría que exageráramos en una atención que luego resulte que no era para tanto, que lo contrario.
No se trata de ser alarmistas, sino responsables, y si nos perdemos en lo prudente, siempre hay otros que nos pueden ubicar. Después de todo, alguna empatía adulta habrá en todas aquellas situaciones en las que los mayores tampoco quisieran a veces tener que ir a trabajar a ambientes hostiles. De eso hablaremos en otra ocasión.