Ser valiente, vital, pero también ser autocrítico.
Recién vi la película “Marguerite”. Es una historia real. Se basa en la vida de Florence Foster Jenkins, una millonaria amante a morir de la música y la ópera. Su pasión se convirtió en obsesión a tal punto que sin tener un ápice de voz y talento llegó a creerse que era un auténtica cantante de ópera. Su fantasía era aplaudida por un círculo de amigos beneficiados por sus aportaciones económicas. Los lambiscones no tenían empacho en vitorearla y festejarla aunque a escondidas se reían de ella. Para no escuchar sus berridos, se tapaban los oídos. Ella, sin inmutarse, daba sus “miniconciertos” para los cuates y la servidumbre. Su inocencia, pero sobre todo su falta de autocrítica, nunca le permitieron ver que la carencia de talento le hacía caer en el ridículo. Y nadie se atrevía a decirle la verdad.
La historia es conmovedora y aleccionadora: ¿Cuántas personas hay en este mundo que andan como Marguerite; pensando que tienen el talento necesario para hacer cualquier cosa? ¿Cuántas cortes de aduladores andan aplaudiendo sólo por el hecho de recibir algún favor? ¿Cuántos hacen el ridículo por la carencia de autocrítica? Sin duda millones. Y no está mal tener la autoestima alta y desafiar las burlas. Lo preocupante es que el “síndrome Marguerite” se replique en quienes tienen tareas sensibles como por ejemplo un cargo público. ¿Cuántos en realidad tiene la capacidad y las habilidades necesarias que requiere una encomienda cuyos receptores son los ciudadanos? ¿Cuántos serán los que obsesionados con el poder, pierden la capacidad de ver más allá del espejo? ¿Cuántos son los que de plano se rodean a propósito de aplaudidores?
La historia de Marguerite termina en tragedia cuándo alguien se atreve a enfrentarla con la realidad. Héroes los hay. No faltará el empleado que pierde su chamba al desafiar a la borregada, porque eso sí que requiere de mucho carácter y hasta de una actitud de kamikaze.
Cierto que muchas tareas en la vida, incluso el talento, requieren de disciplina y trabajo constante para “pulirse” y crecer. Más que válido y hasta necesario luchar por lo que nos apasiona. Pero no hay como estar abiertos a la crítica, sobre todo a la autocrítica para alcanzar la meta. La autocrítica es la que nos enfrenta a nuestros demonios con los que tenemos que pelear. Cuando comencé como conductora de noticias en televisión, recibí el mejor consejo de María Antonieta Collins, una gran maestra del periodismo televisivo. Es común, al menos en mi caso, preguntar ¿cómo me viste en la transmisión? Y ella con toda tranquilidad me dijo: “no preguntes, mejor pide tu video y tú sola te vas a dar cuenta de tus carencias, errores y lo que necesitas mejorar; anda, mírate y escúchate. Ahí tendrás la respuesta”. Confieso mi nerviosismo y mis dolores de estómago al verme y escucharme aún. Sí, he aprendido que la tarea masoquista de autocriticarnos evita -o al menos se intenta- caer en el “síndrome de Marguerite”.