En este país, la que manda es la mamá: Juan Gabriel.
“¡Ay mamá!”, grita para cerrar la de Abrázame muy fuerte amor. Esa súplica de quiéreme porque el tiempo arrasa. Y el Auditorio Nacional se rinde a la musicalizada resignación de que la vida es aquí, ahora.
Es viernes 15 de mayo (2015), como sucedió en once fechas anteriores, y la consigna cala cuando Juan Gabriel intenta definirse y dibujarnos: “amor, yo nunca del dolor he sido partidario”.
Ha iniciado puntual, a las 20 horas, sin sombras de lugares vacíos. Y justo en el minuto 100 del concierto desata esta plegaria que resume al cantautor de la arenosa frontera donde gozo y nostalgia se dan un quién vive, y se vale igual llorar de pena que de pasión pendiente.
De traje azul turquesa, el artista entra en contacto a la primera. Son centenares de señoras. De todos los estilos y adscripciones sociales. Pero hay varones. Tantos: grandes, maduros. Y ríos de jóvenes, parejitas melosas de edades y preferencias diversas.
Espera, Dany. Sé que tú tienes mucha prisa, pero yo no tengo ninguna”, le dice Juanga al director de la orquesta para aclarar que éste es un show que se va haciendo sobre la marcha, dedicado a las madres, a quienes agradece el acompañamiento desde hace 45 años, los que lleva creando lamentos y susurros.
“Vayan pensando en su canción favorita porque es muy probable que me la sepa”, solicita mientras muestra una carpeta que parece un objeto de culto en la era del telepromter, las iPad y los teléfonos inteligentes.
Ahí están las portadas de sus decenas de discos y el repertorio de cada uno. Por si alguien le pide una pieza engabetada y la memoria no alcanza. Aunque en realidad lo que se queda corta a veces es la voz.
Pero qué importa si la generosidad del cantante es como la de un mago que saca de la chistera el encanto de lo inadvertido. Puede ser la resonancia del saxofón, en cuya oreja coloca el micrófono; una pareja que baila tango en el momento en que tararea que el amor nos hace disfrutar más de la vida; un inventado estribillo de estas son las mañanitas; la intensidad del que clama de corrido, muy a la Juanga: “tienes unos ojos tan divinos que me están volviendo loco”…
Algunas van recitadas. Y lo que cuenta es la fuerza de esos mantras a la mexicana: “no es buena la tristeza, no es buena la amargura”. Y qué decir del gesto que las ilustra si el divo transforma al micrófono en tubo tubo tubo y echa a andar la coreografía con un esbelto ballet de jóvenes que le siguen el paso.
Otras rolas le tocan al público. Como cuando desde luneta la petición irrumpe organizada: Noanoa…Noanoa… Y él complace e improvisa estrofas: “Los chicos con los chicas, las chicas con las chicas, los chicos con los chicos y el cucucú…”
Y hay otros tramos de esas cuatro horas que dura el encuentro en los que el artista se queda contemplando las recreaciones de su obra. Pasa con Bárbara Padilla y “una canción de 1973, que no era bonita hasta que usted la cantó”, según él dictamina y que es la entrega de una madre al hijo aún no nacido.
Después el silencio es colectivo, durante la interpretación que la soprano tapatía hace del “ya lo sé mi amor, que te vas, te vas”. Y él se complace porque esa, dice, “ya está en los genes de las nuevas generaciones”.
Pero también el ruido y el talento de otros llenan el escenario: No tengo dinero con los reguetoneros colombianos del grupo Zona Prieta. O el dúo de negras con las que en inglés nos lleva a la de “pero con tu amor, se fueron mis penas”, previa explicación de que así lo hacía al visitar a las paisanas en Estados Unidos, asumiendo, dice, que para evitar la discriminación hay que cambiar de lengua.
Y el mariachi virtuoso que nos pasma con el requinto para abrirle paso su masificada máxima: “¿Pero qué necesidad? Y la banda de los flamencos que se identifica con ¡Déjame la soledad!
Hacia el cierre, en pantuflas, en una silla de madera con arcángeles, desfilan Así fue, Costumbres, No vale la pena y Amor eterno.
Ya repuesto, sin saco ni chaleco, regresa al baile con el Yo no nací para amar que es en realidad una definición de alegría con el “tan sólo fui un loco y nada más…”
En el derroche de gratitud, Juanga llega a capela a la de Eres de Napoleón, invitado especial de esa noche que nos queda a deber Te lo pido por favor, Hasta que te conocí y De mi enamórate. Porque no hay concierto que alcance para tanto verso.
Si bien existen infaltables. Como Querida. “Porque si no canto esa, ni yo mismo me lo puedo perdonar”, admite y suelta otro “¡Mamá!” que lo humaniza en la vulnerable condición edípica que hemos ido a disfrutar y a chillar.
Cero sermones. Acaso la conclusión testimonial de que “lo que uno paga con dinero sale barato”. Y es que Juanga no predica. Comparte: “Les deseo salud. Vida larga y un buen tiempo para que disfruten de sus logros”. Tampoco aconseja. Sólo nos significa: “México es uno y donde uno esté…Y como en este país, la que manda es la mamá… nunca nadie se va del todo”.