Desde pequeña supe que ser mujer tenía más riesgos.
“Ser mujer en el Primer Mundo es difícil, pero serlo en el resto del planeta es heroico".
Dicen que vivir es lo más peligroso que tiene la vida. Tal parece que deberíamos complementar ese dicho y agregar que vivir siendo mujer es de lo más peligroso que pueda existir. Al menos en México.
Desde pequeña supe que ser mujer tenía más riesgos. Y fui educada para ello. ¿Quién de nosotras no? Aprendimos a no tomar bebidas sin ver quién las servía, a que un elevador puede ser peligroso. Y a que no debemos caminar muy cerca de autos estacionados, entre otras precauciones.
Recuerdo, de manera fugaz, un relato que se ventilaba entre las amistades de mi familia. Unas jóvenes mujeres habían sido asaltadas en su vivienda y, como consecuencia, sufrieron ultraje también. A mi corta edad escuchaba a escondidas repetir la frase: “Pobres, entraron a su casa y como eran puras mujeres, ya te imaginarás”. Y no, yo no me imaginaba, pero meditaba: “esto de ser mujer es bien complicado”. No me equivocaba.
Esta experiencia complicada de supervivencia representa a 51.2% de la población total de México, según datos del Censo de Población y Vivienda 2010 y a 51.5% de los mexicanos registrados en el padrón electoral.
A pesar de ello, México está entre los peores lugares del mundo para ser mujer, según una encuesta global de la Fundación Thomson Reuters sobre los mejores y peores países para las mujeres (2012). El estudio, que analizó factores como educación, acceso a la salud, oportunidades de trabajo y violencia, concluyó que en el top 5 México destacaba con el deplorable quinto sitio. No hablamos de cifras alarmistas, sino más bien alarmantes.
Es decir, ya no hablamos de una desigualdad de género en ámbitos laborales, trabajo doméstico, educación o lo que conoceríamos como empoderamiento, sino que va más allá, afectando la seguridad y la integridad de las mujeres. Factores como violencia física, agresiones sexuales, trata de mujeres, criminalización de la suspensión del embarazo, mortalidad alta en labores, la agresión física y sexual, el poco acceso a la salud y los crímenes de droga, son algunos de los riesgos que amenazan la vida de las mujeres en México.
Ser un país con mayoría de mujeres y, a pesar de ello, vivir en desventaja. ¿Cómo es esto?
Quiere decir que, a pesar de tener ventaja al menos numérica, ésta no la hacemos sentir en la exigencia de nuestros derechos. ¿Será posible que los hombres, de forma exclusiva, logren generar toda la cultura del machismo necesaria para propiciar tan deplorables condiciones a la mujer?
De acuerdo con la Real Academia Española, el machismo es la actitud de prepotencia de los hombres respecto a las mujeres. Es un conjunto de prácticas, comportamientos y dichos que resultan ofensivos contra el género femenino. ¿En realidad la cultura machista sólo es practicada por el género masculino? No, la cultura machista va más allá de un comportamiento masculino, ya que es impulsada por la sociedad en su conjunto, incluyendo a las mujeres mismas que refuerzan dichas prácticas.
En nuestra sociedad, el prototipo del macho es transmitido desde casa a los hijos varones por las mismas madres. Mujeres que promueven desigualdad entre sus mismos hijos en el reparto de labores domésticas y libertades diferenciadas por sexo son aún frecuentes en nuestros días. Si bien los paradigmas han cambiado y desaparecieron muchas prácticas que atentaban contra la igualdad de género, es sorprendente cómo actualmente las mujeres siguen conservando actitudes machistas, sin meditar en el efecto de sus manifestaciones.
Y es que el problema no radica sólo en considerar lo masculino como superior. De acuerdo con Sergio Sinay, autor de La masculinidad tóxica, muchas mujeres, si bien no caen en esa situación, sí incurren en la de justificar que hay un modo adecuado de ser “macho”: en lo social, política, familiar y relaciones humanas en general. Y bajo esa premisa se permiten abusos y denigración del género.
De puertas para fuera nos pronunciamos por la independencia femenina; la realidad es que esto sólo ocurre en la superficie. Cuando una mujer decide hacer válido ese supuesto cambio cultural y ejercer su sexualidad sin miedo, superarse económicamente sin temor a ocupar mejores posiciones que su pareja y hacer propio el derecho a decidir qué roles sociales acepta en su vida más allá de las expectativas de grupo, es fuertemente señalada no sólo por los hombres, sino por sus mismas congéneres.
Es una realidad que miles de mujeres mueren a manos de sus parejas, que otras tantas sufren abuso sexual y muchas más día a día lidian con el acoso sexual. Pero hay un frente sumamente peligroso que no se identifica a plenitud. Es el fuego amigo dentro del género. Son las frases, descalificaciones y acciones que perjudican a otras mujeres o con las que validamos la “masculinidad tóxica”. Zorra, machorra y trepadora, entre otras palabras, son usadas por mujeres para referirse a otras sin remordimiento alguno.
Tal vez no todas agredimos, pero hay diferentes maneras de volvernos copartícipes de esta cultura con nuestro silencio. No apoyamos a quienes son agredidas, no alzamos la voz, sólo nos quedamos calladas. Nos enfrentamos a la cruda realidad de “ser mujer” con una rabia silenciosa, esperando, deseando que el mundo cambie. Que ellos cambien, sin nosotras gestionar el cambio. Hemos sido educados para despreciar a las mujeres: todos, no sólo ellos. Y tal parece que despreciamos nuestra propia esencia reflejada en otras. Y simulamos no escuchar a Martín Fierro decir a lo lejos: “si entre hermanas se pelean, las seguirán devorando los de afuera…”.