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«MIRADA GLOBAL»: Cuando la tragedia toca la puerta

El drama ante la muerte de un hijo

Por más pesimistas que seamos, nunca estamos preparados para enfrentar la tragedia. Y tiene que ser la ajena para entender que la vida parece un instante cuando la muerte aparece. Y es ahí cuando comenzamos a valorar el respirar, la taza de café que nos despierta, el decir buenos días a un ser querido y hasta ver el sol que entra por la ventana.

Sábado. Dos de la tarde. Una llamada y la voz de un amigo: “El hijo de Héctor se mató en un accidente, María –su hija–, muy grave”. Las frases producen literalmente latigazos en la cabeza. Apenas puedo caminar de la impresión. Dos personas jóvenes, Héctor de 30, María de 24; los hijos de un amigo, los amigos de mi hijo. Una vida destrozada y la otra débil, quiebran a los padres y golpean a los amigos. Doble tragedia en cuestión de minutos. Así de frágiles somos. Todo cambia en un suspiro. Cualquier adversidad que aparece en la vida parece cosa de nada ante el dolor de la muerte.

La tragedia afloja los recuerdos: las idas a Acapulco cuando los hijos eran unos pequeños. Cuando no había forma de sacarlos de la alberca aunque el sol ya los tenía hasta chamuscados; o cuando en las navidades o fin de año aguantaban la fiesta de los padres. Ya adolescentes, las idas al antro y los cumpleaños. La intervención en las charlas de “adultos”. Cada quien, de acuerdo a sus edades, tenía su propia inquietud, amigos y sueños. Pero al final, debido a la amistad de sus papás, terminaban en viajes y convivencia.

Siempre he pensado que el amor más fuerte, incondicional, perpetuo y sin límites es el de padres a hijos. El realmente genuino. Y siempre lo he ejemplificado así: el de hijo a padres es como un bumeran –lo que se avienta se recibe– el de pareja, entre hermanos y amigos. Fuerte pero momentáneo y frágil –a veces puede acabar por cualquier circunstancia–, pero el de padres hijos parece que nunca tiene fin.

Una de las novelas que más me ha llegado al corazón es El maestro de Petersburgo, de Coetzee. Al principio, el protagonista narra la búsqueda de la última morada del hijo muerto. Y llega hasta el cuarto donde se le vio por última vez. Y ahí, en la soledad del recuerdo, abraza todo lo que le huele al hijo, es capaz de oler el sudor. Le parece que todo huele a él, el que ya no está. El que se fue y ya no regresó. Y ahí el padre llora por lo que le dio y no le dio. Por el abrazo que faltó, y por las palabras que no escuchó. El tiempo ya no podía traerlo.

Todo vino a mi mente por la pérdida del hijo de una pareja de amigos. Porque la tragedia tocó a sus puertas. Entró sin avisar. De momento, tan rápido y tan brusco. Porque no me imagino –ni quiero imaginarme-–, el dolor sentido de unos padres abatidos en cuestión de horas. Sí, a veces tenemos que estar cerca del drama para darnos cuenta de que la vida es demasiado frágil, que no tiene sentido desgastarse por nada, porque todo puede ser tan efímero como un suspiro. 

 

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