Cincuenta personas fueron asesinadas por el odio.
Cincuenta personas fueron asesinadas por el odio.
Se encontraban en el bar Pulse, en la ciudad de Orlando, Florida y que es identificado como un bar en el que la concurrencia es mayoritariamente gay. Al momento de escribir estas líneas, se contaban 50 muertos y 53 heridos.
Un sujeto disparó en contra de los asistentes. Las primeras investigaciones y un comunicado del grupo Estado Islámico permiten decir que fue un atentado terrorista. Es el peor ataque que los Estados Unidos han sufrido luego del 11 de septiembre trágico.
Terrorista o no, el ejecutor de esta masacre llevó su odio a lo que representa una visión diferente a lo que él creía. Los discursos de odio que en el último año se escuchan por todos los Estados Unidos son terreno fértil para que este tipo de actos se multipliquen. El domingo fueron miembros de la comunidad gay de ese país. Mañana las víctimas pueden ser miembros de la comunidad mexicana o asiática.
Nuestro país no está exento de que esto pueda suceder. Desde que Enrique Peña Nieto propuso que los matrimonios igualitarios tengan la protección de la Constitución, el discurso del odio comenzó a proliferar en la sociedad mexicana. En las redes sociales se leen cientos de mensajes homófobos. Pero lo más preocupante es la postura de una parte de la Iglesia católica. En el semanario Desde la Fe se descalifica la propuesta presidencial de garantizar los matrimonios gay y se alegran de lo que llaman el voto de castigo al partido del presidente en las elecciones del 5 de junio.
Las cuestiones políticas sobran cuando las libertades de unos son menospreciadas y atacadas.
La crítica, el ataque, la descalificación y la segregación de una persona por sus preferencias sexuales, su identidad política o su creencia religiosa no pueden tolerarse bajo ninguna circunstancia. Menos debe provenir de un sector de la sociedad que, se supone, promueve el respeto y el amor al prójimo.
La defensa de lo que algunos asumen como sus valores sociales y familiares no es motivo para ensañarse con quienes no se comportan tal y como ordenan los dogmas.
No se puede explicar un hecho en el que el odio termina con la vida de 50 personas. Menos se puede explicar que la Iglesia promueva un discurso que puede provocar odio a la diversidad. Las consecuencias siempre serán lamentables. El odio no debe, no puede triunfar.
La responsabilidad moral de las iglesias y de los Estados nacionales es la de proteger a las minorías. Garantizarles su inclusión en la sociedad y evitar hasta lo imposible que sean atacadas por el simple hecho de ser diferentes.