Una tarde con Ana Frank y la masacre en Orlando - Mujer es Más -

Una tarde con Ana Frank y la masacre en Orlando

A 69 años de la publicación del Diario de Ana Frank, la destrucción sigue.

Son las 8 de la mañana. El invierno apenas asoma su cara en los bellos pueblos del oeste alemán. Es Weimar, Alemania. Hoy mejor recordado como el lugar donde se vivió el célebre pensador, escritor, científico, poeta y demás cultismos descriptivos, Johann Wolfgang von Goethe.

Me subo al autobús. Todo es silencio. Me alejo de la monótona multitud que no supera las 20 personas en las calles matutinas de aquel frío sábado. El pago en el transporte público es como si fuera uno al supermercado, al pueblo de un lado, o simplemente a un día de campo.

Se nota que todo estaba perfectamente planeado. Después de unos cinco kilómetros, el autobús se pierde entre los montes. Todo es verde, bello, espectacular. Pero también con un misterio implícito. De inmediato se me viene a la mente una de las frases de quien, este 2016, cumple 87 años de haber iniciado a escribir su obra célebre, y única: “Una conciencia tranquila lo hace a uno fuerte”, El diario de Ana Frank.

Llegamos a la estación inicial. Es el campo de concentración de Buchenwald, Weimar. Allí, donde a demás de judíos, murieron miles de niños, ancianos, mujeres, homosexuales y militares soviéticos “deshonestos”. Ésos que “estorbaban” a la Alemania con la que soñaba Hitler.

El recorrido, por convicción, da inicio en un minizoológico. En ese lugar, los militares nazis tenían, para su diversión, algunos osos que a veces hacían convivir con los judíos. “Para que la emoción fuera más grande”.

Poco después, está el acceso al enorme campo. Ya están desmanteladas las casas donde se encontraron cautivos los capturados. Nadie habla. Todo es silencio. La nieve empieza a caer, pero no con la crudeza que permea aquel mediodía, que más bien parecen las 7:00 de la mañana.

Hay un pequeño memorial en el que está la representación de un horno crematorio. Es frío, crudo y melancólico. Todo está limpio, pero aun así huele a muerte. De ahí los llevaban, a unos dos kilómetros de distancia, al enorme “repositorio de cenizas”.

Me empiezo a perder entre los montes que enmarcan aquel campo. Hay tumbas pequeñas y una enorme casa, donde por años residieron los militares. Ahora es un enorme museo que guarda, paradójicamente, hasta el mínimo indicio de los que ahí murieron. Vaya contradicción.

Entro a una de las cámaras de gas. Siento una mano en mi hombro y volteo. Es ella…

“Lo comencé a escribir un 12 de junio de 1942. Registraba hasta el mínimo detalle de mi vida. Nunca supe que mi diario daría la vuelta al mundo. Hoy, mi libro es uno de los documentos más fidedignos de un hecho histórico que muchos aún se atreven a negar.

“En éste cuento cómo fue mi vida en cautiverio. Cuando el ejército alemán invadió Polonia y tuve que refugiarme, con el resguardo de mi padre, Otto Frank, durante dos años en un escondite junto a más gente”.

Le cuento que El diario de Ana Frank cumple 87 años. Y que por algo la UNESCO lo ha incluido en su Registro Mundial, anexándolo a la colección “Hojas de Testimonio”, de aquel Holocausto en el que unos 6 millones de judíos y millones de ancianos, mujeres, niños y homosexuales, murieron durante el régimen nazi.

Aunque Ana murió en otro campo de concentración (Bergen-Belsen), me dice que viaja por todos en los que murieron judíos y demás personas por el exterminio nazi. Asegura que es un alma en pena, no por haber tenido algo en deuda, sino más bien, porque advierte que nada ha cambiado. “Pareciera que el mundo está regido bajo un solo Hitler: el de la intolerancia”.

Este 12 de junio se recordó a aquella autora que dejó ese memorial, sinónimo de decadencia humana e ignorancia colectiva. Hoy, 87 años después, no sólo cabe un recordatorio. Tampoco un homenaje y menos una recomendación para leer su Diario.

Sólo cabe echar mano de esos recuerdos que huelen, recuerdan y figuran la ignorancia materializada en muerte. Y peor aún, actualizada a hechos como la masacre en Orlando, donde, a casi un siglo de haber sucedido, vemos etiquetas como aquel triángulo rosa hliteriano, puesto a los homosexuales para “distinguirlos” de los demás que ya portaban otros colores.

Ana Frank se despide. Desaparece. Pero nos deja un mensaje. A mí y a todos los que quieran hacer más que indignarse. Esto lo anotó en su diario, y afirma que sigue vigente. Al menos para ella, y ahora para mí:  “Es difícil en estos tiempos tener ideales, sueños y esperanzas. La realidad se encarga aniquilarlos”.

 

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