Un gran mercado para los vicios podridos”.
Su día ha sido ajetreado, pero monótono; como todos los días. Nadie sabe lo que va a pasar. Incluso ella tampoco. Se sienta para descansar un rato. Cierra los ojos. Mueve un poco las manos. Ya no está en la Tierra.
La puerta es como cualquier otra. No se imagina lo que habrá detrás de ella. Simplemente gira el picaporte y accede. No le piden más que su nombre y una llave, para que la dejen pasar. Le cuesta un poco comprender para qué la quieren, pero termina cediendo.
Entra.
Se queda boquiabierta. En un solo espacio puede ver todo aquello que en sus casi 50 años ha conocido. Camina, corre, vuela… duerme, se despierta. Lo hace todo y a la vez nada. No para de voltear a todos lados.
Ve desde la más anárquica escena, hasta la más mojigata. Observa desde la más pudorosa imagen, hasta la más depravada. Por suerte, piensa, ella ya se ha salvado de ver tanta soledad encapsulada y disfrazada de máscaras de felicidad, paradójicamente, tristes y desoladas.
Todo le remite a una de las ideas Neuromate, la obra que introduce al término del ciberespacio y demás acepciones referentes a la era digital. Ese libro que, según los estudiosos, da la bienvenida al mundo al internet: “es más fácil desear y conseguir la atención de decenas de millones de absolutos extraños que aceptar el cariño y la lealtad de las personas más próximas”.
Casi decidida a salir de aquel sitio, se queda reflexionando. No tiene palabras para describir todo lo que está viviendo. Porque no sabe si realmente lo está viviendo. Intenta buscar una razón de ser. Pero no la encuentra.
Sale sin pedir la llave y menos que borren su nombre. Poco le interesa las implicaciones que conlleva. De hecho no las sabe. Le viene a la cabeza otra referencia de la obra del estadounidense William Gibson, y que le rememora a lo que está percibiendo, un estilo de “alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos usuarios, en todas las naciones. Un gran mercado para los vicios podridos”.
Sale corriendo. Sabe que quiere volver. Quién sabe a qué, pero regresará. Abre los ojos, quizás los cierra. No tiene idea de la acción física que tiene que ejecutar. Simplemente se levanta, agarra su escoba y se pone a barrer.
“Ya estuvo bien. Mañana le sigo en el feis”, puntualiza aquella tarde.