De pronto, un silencio consensuado empezó a permear aquel ambiente.
Estudió Diseño gráfico en la UNAM. Fue de aquellas últimas generaciones en las que, aún, se pensaba que estudiar y ser mujer, eran la antesala perfecta para representar la llegada del matrimonio: la espera del príncipe azul que la llevaría a cumplir el ciclo bíblico y biológico de la vida.
Se graduó con éxito. Fue una estudiante de ésas a las que nunca les interesó el número de la calificación, y menos el reconocimiento académico. Ella simplemente se apasionó por lo que le gustaba, disfrutó de la vida y se encaminó hacia el siguiente paso: la vida laboral.
Trabajó en todos los lugares habidos y por haber. Así hasta llegar a donde permanecería durante 17 años. Hasta hace unos días.
Se casó y procreó. Eso jamás fue limitante para lograr ser una mujer llena de energía, de hambre de conocimiento y de sed por aprender más y más. La llamaban “La Jefa”. No simplemente porque fuera la capitana de un barco perfectamente dirigido y con los simples vaivenes de oleajes cotidianos, pero que siempre salían a flote con éxito.
Parecía una mujer invencible. Una persona a la que nadie podía derrotar. Todos: altos, medianos, iguales y subordinados cargos; la veíamos con asombro, admiración y extasiados de ese equilibrio entre el liderazgo y la humanidad hacia sus empleados. Esa exigencia que debe tener todo verdadero jefe, sin nunca caer en la grosería ni pedantería.
Todo cambió hace unos días. Era una jornada como cualquier otra. Nadie esperaba más que la hora de comida y luego de salida. De pronto, un silencio consensuado empezó a empapar aquel ambiente liberal; siempre tan lleno de alegría, gritos, risas, bromas y comentarios de trabajo.
Después de la comida, nos llamaron a todos. Ella estaba sentada en su lugar. Sabíamos que algo pasaba. Esa unión, que sólo ella supo afincar perfectamente, era evidente. Un silencio, casi de luto, llenaba aquellas cuatro paredes. Cuando ya todos estábamos centrados frente a ella, nos saludó como si fuera una junta cualquiera.
Con una voz, de clara confusión entre tristeza, decepción, melancolía, depresión y coraje, dejó caer el latigazo sobre nuestros oídos, mentes y corazón: “ya no voy a estar con ustedes. Me voy”.
Sin más explicaciones. Siendo tan práctica y profesional como siempre, nos aconsejó seguir adelante. Nos motivó a seguir en marcha y a no tirar la toalla.
Todos sabemos que su partida es un golpe fuerte a un equipo reforzado y cimentado por ella. Eso probablemente se vaya diluyendo. Y es que, esa imagen no hace más que forzar mi mente para pensar en que son pocas las mujeres como ella. Y, aunque a muchos les causará controversia, no puedo evitar recordar la cita de una entrevista a Elba Esther Gordillo en 2011, cuando habló acerca de cómo llegó al poder: “El recorrido ha sido doloroso. México es un país machista. Con una cultura autoritaria. Esta mezcla indígena con española tiene esa combinación. […] Fui la única mujer. La única que resistió”.
Y no es que la compare. Simplemente se me hace importante subrayar la cultura machista y el autoritarismo, que, seguramente, hicieron que ella ya no esté con nosotros. Y es que, esa mirada triste de aquella mujer de hierro, no pueden reflejar más que el abuso de poder, quizás machismo y hasta resistencia al cambio, a la revolución y a la transformación, no sólo de una empresa, sino de todo un país como el nuestro.
¿Lo original de esta historia? Quizás nada. Día a día, mujeres y hombres son despedidos alrededor de todo el planeta, muchas veces sin justificación alguna y con un trabajo sobresaliente como ella. Lo admirable, creo, es aquel diálogo con el que cierro esta dolorosa y hasta repugnante historia: “El domingo iré a votar y me volveré a casa”, dijo. Eso fue el clímax de mi admiración. Pensé: “pese a todo, ¿aún cree en la legalidad aquella mujer disfrazada de injusticia?”.
¡Hasta siempre, jefa!