El tiempo se congeló. Todos dejamos de ser. Nadie era ya. Todos se salieron de sí. Un trozo de mi alma se fue para siempre…
Naces, te reproduces y mueres… nos enseñan a vivir con esa etiqueta llamada “el ciclo de la vida”
He cumplido con todo. No he hecho nada malo. Simplemente he vivido y respetado ese código. Crecí esperando casarme. Así fue.
Naciste tú, después tu hermano y después el otro. Todo marchaba normal. No había ningún impedimento para que algo malo pasara. Fui una mujer de bien. Tu papá también. Nuestras familias, normales. Nada ni nadie fuera de lo convencional. No había motivos.
Un día como cualquier otro me levanto. Todo parece normal. Nos vamos a trabajar tu papá y yo. Tú a la escuela y tus hermanos, también. Nadie esperaba lo que sucedería.
Llega el mediodía. La tarde. Recojo a tu hermano el pequeño. Llegamos a casa. El día sigue su curso. Esperamos a tu papá para cenar. Todos, en familia, nos congregábamos para cenar. Como hace un año, como hace un mes, como un día antes… esta vez no fue así.
Había una hermosa luna llena. Parecía que su belleza no podría trastornar a nada ni nadie. Sólo lo esperábamos a él. Ya nadie más tenía que entrar. El infortunio llegó.
Tres estruendos se escucharon. Entraron de lleno por nuestros oídos. Uno de ellos fue el determinante. Él ya no está aquí. Ni estará. Jamás volverá. Nunca más estará con nosotros ni entre nosotros. Al menos como yo quisiera que estuviera.
El tiempo se congeló. Todos dejamos de ser. Nadie era ya. Todos se salieron de sí. Un trozo de mi alma se fue para siempre. Quisiera que todo fuera un mal sueño. Me viene a la mente un diálogo del Segismundo de La vida es sueño: “¿qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Abro los ojos y el mensaje es claro: nadie nos enseña a vivir la muerte.