Mañana será otro día.
Se escuchó el silbato del viejo ingenio azucarero que anunciaba el cambio de turno.
Petra recordó cuando corría apresurada a llevar el ‘lonche’ a mediodía para su marido. Entre el apabullante sol de Zacatepec, el polvo, los ladridos de perros y vecinas saludándola, en su mente estaba la premura de entregar el portaviandas a tiempo en la ventanilla de empleados. Tremendo problema en el que se metía con su esposo si no estaba su comida a tiempo.
Al regreso, pasaba por el mercado municipal y compraba un par bistecitos -total nomás eran ellos dos- unos huesos para el anciano perro y un poco de maíz seco para sus dos ya muy cansadas gallinas.
Abría aquel enorme zaguán donde habían entrado tantos y tan añorados afectos, sus hijas, su hijo -el único varón- sus nietos y visitas que entre la algarabía de su buena y tan aplaudida comida, disfrutaban de la frescura que les daba el muy viejo pero firme árbol de zapote.
Cuantas risas y pasos por el patio que siempre olía a tierra mojada porque había que regarlo a horas específicas para calmar el calor.
Ésa bajada del portón a la salita que hacía otras veces de comedor, era ya muy larga. Ya se cansaba al llegar.
Prendía el viejo radio de transistores para escuchar las noticias. Ni atención ponía. Lo encendía solo para escuchar ruido y no sentirse tan sola.
Al estirar las piernas sentía un gran alivio porque aunque la caminata no era tan larga en sí, a su edad, ya era como recorrer largos caminos y sentía alivio al despojarse de sus empolvados zapatos.
Ya un poco descansada, entraba a la habitación y siempre se detenía a ver las fotos que estóicas y llenas de historias, le contaban anécdotas y momentos que no se repetirían más.
Abría las oxidadas ventanas y al recibir un poco de aire fresco de afuera, se quedaba ahí, solo unos segundos para disfrutar el poco viento que entraba por las rendijas.
Al volver al patio, escuchaba los gritos de los chiquillos que jugaban fútbol en la calle y que le suplicaban “bolita por favor”. Tomaba la pelota y se las aventaba de mala gana. Otras veces, cuando eran más de dos o tres veces se las devolvía ponchadas como mensaje de que no lo hicieran otra vez.
Un poco de agua para refrescarse y se encaminaba al tendedero a recoger las pocas prendas que había podido lavar por la mañana y que el inclemente clima, ya las tenía “tiesas” de tanto estar bajo el rayo del sol.
De nuevo a la sala y a la silla que de vieja, ya rechinaba.
Sus cansados ojos seguían la línea perfecta del bordado. Ése que su madre le enseño en su juventud, y del cual se sentía muy orgullosa, porque las vecinas decían: “Nadie borda como Petrita”
Cada que sonaba el silbato del ingenio, Petra volvía a sus recuerdos y a sus añoranzas.
Ya nada era igual.
Su marido ya se fue.
Los hijos ya no venían con la misma frecuencia.
Los nietos ya no querían ir. Ya eran adultos y tenían otras cosas que hacer.
Su carácter serio y estricto, su rostro adusto y su mirada profunda, habían hecho que los vecinos no se acercaran mucho por ahí.
Escuchó el anuncio de cambio de turno y se dio cuenta que ya eran las 8 de la noche. Ya estaba oscuro.
Tomó un poco de atole de arroz y un pedazo de pan de dulce.
Apago la luz de la sala. Entro a la cocina y cerró las llaves del gas.
Acarició a su perro y vio cómo sus gallinas se meterion al corralito.
Se lavó la cara, se lavó los dientes. Se miró al espejo. Cada cana, cada arruga eran recuerdos marcados en su rostro. Ya no sonreía mucho al verse. Faltaban motivos. Rezó como siempre un rosario. Entró en su cama y acariciando la almohada, derramó una inquieta lágrima que exigía salir de sus tristes ojos.
Mañana será otro día.
Petra, se fue a dormir.
Raúl Piña. Egresado de Ciencias de la Comunicación (UNAM). Extrovertido, el mejor contador de chistes y amante de las conversaciones largas. Fiel a su familia, de la que adopta honor, valor y mucho corazón. Vive en Toronto, Canadá, desde hace 20 años, pero sus raíces sin duda son 100% mexicanas. Escribe como le nace y como dijo Ana Karenina: “Ha tratado de vivir su vida sin herir a nadie”.