No dejo de sorprenderme con la descripción que cada uno me comparte de ese jalón nunca antes experimentado del 19 de septiembre.
Y es que este terremoto me tomó fuera de México, en una lejanía geográfica que hizo más denso el sentimiento de impotencia.
Por eso no me canso de agradecer los relatos de quienes vivieron esa vulnerabilidad de cimbrarse involuntaria e irremediablemente.
Es una experiencia colectiva que nos obliga a la humildad frente al azar, la fatalidad y el miedo a la incertidumbre.
Ajena al crujir de ese martes, hoy me siento parte de la memoria colectiva del cobijo desplegado desde entonces.
Y aún cuando sabíamos que la generosidad nos habita, no deja de sorprenderme la fuerza del deseo de sabernos uno.
Es una ilusión que nos hace republicanos, como las canciones de Juan Gabriel, las ganas de reír y el gusto por los colores chillantes.
Pero en medio de la emoción compartida, golpea el desencanto por lo que ya sabíamos y que ahora se vuelve enorme y pestilente: la corrupción y el ejercicio autoritario del poder.
De cualquier manera, no deja de sorprenderme la impunidad que dio paso a los negocios inmobiliarios que los políticos de todos los signos y niveles solaparon.
Y ante la unidad de utilería para las escenas mediáticas, mi capacidad de sorpresa se agiganta cuando el gobierno se monta en la tragedia y pretende un borrón y cuenta nueva.
Hoy sin embargo, como nunca antes, al margen de tradiciones y sentencias históricas, mi capacidad de sorpresa espera lo impredecible: la derrota de los fantoches, el triunfo de los hombres y las mujeres comunes.