jueves 21 noviembre, 2024
Mujer es Más –
BORIS BERENZON GORN COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«RIZANDO EL RIZO» Futbol, cultura y derechos humanos

Por. Boris Berenzon Gorn

Juré nunca mantenerme en silencio cuando los seres humanos soportasen
sufrimiento y humillación. Siempre debemos tomar parte. La neutralidad
ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al torturador,
nunca al torturado.
Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz y sobreviviente de Auschwitz

 

El futbol está sufriendo una crisis política y social a consecuencia del Mundial de Qatar, precisamente, por estarse realizando en este país. La crisis reactiva los viejos temas de debate en torno a cómo separar, políticamente hablando, el deporte y el entretenimiento en general, de la industria e intereses que lo generan, cómo dividir la sana afición de la serie de condicionantes estructurales que hacen posible su existencia y que rara vez son inocentes y desinteresadas.

Qatar es un país que no respeta los derechos humanos. No solo se trata de la persecución de las minorías sexuales, sino del tipo de penas impuestas a las personas que violan la ley y que todavía consideran el castigo físico, de la situación de la mujer, las libertades individuales, entre otras directrices que se presentan en la mayoría de los países musulmanes. En el fondo nos encontramos con el dilema siempre vigente que nos pone a elegir entre cultura y justicia, entre aquello que está respaldado por la costumbre y aquello que es ético. ¿Es la ley más importante que la dignidad humana?

La respuesta no es simple, al menos no lo es para todos, puesto que rara vez es posible asumir posturas tajantes o generalizar los casos. Vayamos por partes. Los derechos humanos son una creación más o menos reciente, cuya influencia ideológica está asociada al liberalismo y cuyo origen histórico se encuentra en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, como una respuesta internacional ante el conflicto y los horrores de la violencia y el holocausto. Difícilmente podemos separar una cosa de la otra, lo que si bien, de ninguna manera resta legitimidad a los derechos humanos, sí nos permite situarlos en un contexto particular cuyas características específicas están en la propia redacción de la Declaración.

La base de los derechos humanos es la dignidad. Este concepto es, aunque parezca fácil, uno de los más complejos a definir, puesto que lo que se entiende por dignidad está atravesado por una serie de condicionantes culturales que asignan distintos valores a situaciones diversas. La mayoría de los países occidentales han optado por pensar en términos de “bienestar”, siendo un poco más comprensible por permitir la cuantificación. La salud, por ejemplo, está contenida en la ley como el mayor nivel de bienestar posible a alcanzar y no, como ocurría de antaño, únicamente como ausencia de enfermedad. Lo mismo ocurre en temas como la educación, el libre ejercicio de la identidad, la libertad de expresión y asociación, las condiciones laborales y prácticamente todos los derechos fundamentales reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas. Los cimientos de los derechos humanos están en la protección de la persona humana más allá de las ideologías, lo que incluye a los fundamentalismos religiosos y políticos. 

Sin embargo, siendo sinceros, esto no implica que los derechos humanos carezcan de ideología o que estén completamente desligados de su contexto. Tan es así que, aunque al principio la homosexualidad o la transexualidad, la genética, las enfermedades mentales, el uso de diversas sustancias entre muchos otros temas, no eran plenamente reconocidos, la situación ha ido transformándose a medida que los tiempos cambian, en buena parte como resultado de las presiones de las minorías que han luchado por garantizar sus derechos. Aunque hoy en día el matrimonio igualitario en México es una realidad, hace apenas quince años se trataba de un tema tabú difícilmente alcanzable, al igual que contar con el reconocimiento de los pronombres correctos en caso de una transición de género. Los crímenes de odio siguen siendo un problema grave, lo mismo por supuesto, que el feminicidio.

Las presiones culturales son tan diversas como la ideología. Lo que para el mundo occidental es innegable para el respeto de la dignidad humana, no lo es en todo el mundo, y esto tiene que ver con las diferencias históricas y los constructos sociales que fundamentan las diferencias culturales. Cuando se discute la cultura, la situación se complica todavía más, porque el concepto ha alcanzado, al menos en el mundo intelectual y algunas vertientes políticas, una suerte de estatuto privilegiado, un nivel “superior” que se utiliza para justificar cualquier clase de situación y que, por arraigarse en las prácticas históricas e idiosincráticas, se piensa que tiene completa autoridad. 

En este sentido, es preciso que seamos capaces de tomar una postura y, aunque tristemente es impopular comentar el caso de Qatar en medio de la fiebre mundialista, quizá parezca un poco más simple comprender el problema si nos referimos a otros ejemplos. En África la ablación o mutilación genital femenina es un constructo cultural milenario e incluso cuando está prohibida por la ley, no se ha logrado erradicar por completo de las tradiciones. También es cultural que tanto niñas como niños puedan contraer matrimonio con un adulto y en algunos casos mantener relaciones sexuales. En nuestro país los ejemplos sobran, y quizá el más sonado de ellos es la venta de niñas en diversas comunidades indígenas, cuyo destino es decidido por los varones del hogar y que son entregadas para convertirse en esposas y madres a cambio de una cantidad de dinero o especie. 

¿Es posible justificar tales actos en función de la cultura? Una gran cantidad de antropólogos sociales han debatido hasta el cansancio este tema, pues la mayoría de los que responden afirmativamente insisten en que no existen parámetros para considerar que la cultura occidental y sus valores en torno a lo “bueno” y a lo “malo” son los correctos, y mucho menos que las respuestas del resto de las culturas dejen de ser válidas y justas, en tanto que se fundamentan en esquemas distintos y tienen derecho a existir. Si bien esta justificación aplica en buena medida para el arte, la religión, el sistema de creencias que explican el mundo, entre otras, no puede ni debe aplicar para el respeto a la dignidad humana. Los derechos humanos no son negociables, así de simple. Es cierto que en occidente hay mucho por hacer, y que no podemos desviar la vista ante situaciones que son igualmente deleznables, como la explotación económica o la destrucción de los ecosistemas en función de la industria. Sin embargo, si no somos incapaces de participar de los grandes debates éticos de nuestro tiempo, estamos renunciando también a nuestra propia condición humana.

Participar de la emoción del futbol no es un crimen, tampoco lo es ir a cantar en un espectáculo. Pero esto no significa que nuestras acciones no tengan un contenido político, que no transmitan mensajes y que no se requiera ejercer la crítica. Es difícil ignorar la hipocresía de la FIFA después de multar a México por su conocido grito homofóbico y no tener reparo en llevar el mundial a un país donde no se respetan los derechos humanos, pues tal parece que el tema no es el respeto, sino el interés económico. 

Los comentarios en redes sociales insisten en la importancia de respetar las leyes del país si no se quiere recibir algún castigo, y aunque esto es en parte cierto, no hay manera de justificar que una persona reciba azotes en la vía pública o que sea condenado por su orientación sexual. Ser espectadores no implica carecer de una posición política ni olvidar la importancia de los derechos humanos, que perfectibles o no, son los esquemas con que contamos para garantizar el respeto a la dignidad de todas las personas.  

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

Y que el futbol no muera nunca, ni sus historias, ni sus ratos subversivos, ni su pasión donde sublimamos la guerra representada por un balón que danza al ritmo de los golpes. Que el fútbol siga repitiéndose, en las memorias, con sus recuerdos tristes, con sus narices rotas, como en el poema del salvadoreño Roque Dalton, “No, no siempre fui tan feo”:

Lo que pasa es que tengo una fractura en la nariz
que me causó el tico Lizano con un ladrillo
porque yo decía que evidentemente era penalty
y él que no y que no y que no
nunca le volveré a dar la espalda a un futbolista tico
el padre Achaerandio por poco se muere del susto
ya que al final había más sangre que en un altar azteca
y luego Quique Soler que me dio en el ojo derecho
la pedrada más exacta que cabe imaginarse
claro que se trataba de reproducir la toma de Okinawa
pero a mí me tocó ruptura de retina
un mes de inmovilización absoluta (¡a los once años!) […]

Narciso el obsceno

Después de meses en el juzgado por fin se cambió el nombre a “Guillermo”, aunque tuvo que conservar el Pérez, sin el Ochoa.

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