Por. Adriana Segovia
Les cuento una pequeña historia para pensar en las personas de nuestro entorno, todos los días. Éste era un niño que se llamaba Carlos. Era el mayor de dos hermanos que vivían con su mamá y su papá. Eran los años setenta, cuando había pocos canales, pocos programas, una sola televisión, y las familias completas, como ésta, se reunían a ver algún programa, mientras cenaban o hacían alguna otra cosa. Carlos tendría unos 9 años cuando una noche, durante esta actividad, se acercó más a la tele y pidió que le subieran el volumen porque no escuchaba. El papá, quizá en el más clásico papel de la época como “jefe de familia” (y de las reglas, y de la tele, y de los hijos y sus conductas), dijo que de ninguna manera iban a subir el volumen, ya que todos escuchaban perfectamente. Probablemente no lo dijo, pero se infería que, si todos escuchaban y Carlos no, seguro sería una necedad de su parte que, obviamente, no sería ni considerada.
Entendiendo esto, Carlos se fue a su cuarto, se metió a su cama, pero no a dormir, lo contrario, cómo conciliar el sueño (en todo caso no era hora de dormir sino de convivir en familia viendo la tele), sino a tratar de entender en qué consistía su “falta”, esa que molestó al papá por expresar que no escuchaba; por qué el papá aseguraba que, si todos escuchaban, él también debería escuchar. ¿Estaría mal entonces su cabeza, su conducta? El caso es que Carlos decidió nunca más decir que no escuchaba bien. Es más, canceló la posibilidad de siquiera pensarlo y trató de adaptarse como pudo a ese mundo raro en el que todos parecían compartir una percepción de la realidad de la que él quedaba fuera. Compensó con su inteligencia y un máximo esfuerzo, todo lo que no alcanzaba a oír bien, y sus calificaciones siempre fueron buenas.
Ya en secundaria, alguna maestra sensible mandó a la familia la recomendación de que se le hiciera un examen audiológico, mismo que confirmó, como él sospechó de niño, que su capacidad auditiva estaba muy por debajo de lo normal y se prescribía el uso de unos audífonos. A lo mejor por un momento Carlos sintió un alivio de que hubiera un estudio médico, científico, un comprobante de alguien autorizado, un aparato de precisión y finalmente un remedio que confirmaban que lo que él sospechó desde niño era cierto. Sin embargo, el alivio duró muy poco, porque su papá decidió que, si él iba bien en la escuela, entonces no era cierto que tuviera un problema importante, así que no iban a comprarle un aparato que exhibiera ninguna discapacidad, porque Carlos no tenía ninguna. Faltaba más.
Entonces Carlos siguió haciendo más, pero mucho más de lo mismo. Un esfuerzo de estudio, de concentración, de cumplimiento, pero sobre todo de aparentar ante los demás que no había nada diferente respecto a los otros. Éste, finalmente, era el mandato de su papá. Compensó también con su aparente tranquilidad y disciplina para ser suficientemente apreciado. Aunque él se sentía solo. Se le dificultaba entender a las y los compañeros, especialmente en el bullicio. Por lo que, si se podía, prefería apartarse un poco. Le fue siendo difícil comprender a los otros, ya no solo a nivel auditivo, sino entender sus comportamientos, sus bromas, sus afectos, sus códigos. Siguió siendo sobresaliente en los estudios. De hecho, consiguió en el extranjero un título de posgrado.
Ahora en su psicoterapia de adulto, en sus cuarentas, se da cuenta de que, durante mucho tiempo le ha sido difícil mostrar empatía con sus pares o su familia. Lo cual era lógico, porque la empatía requiere poder escuchar y entender algo de los otros. No significa que una persona con una discapacidad auditiva no pueda ser empática, pero primero necesita reconocerlo la persona misma (pero desde luego en la infancia, las y los adultos a cargo) que tiene esta diversidad y atenderla y mostrarla con toda dignidad, como cualquier discapacidad. Pero si los adultos a cargo negaron su percepción de que algo no estaba bien y lo obligaron a parecer un oyente “normal”, entonces no podían tampoco sus pares ni las y los adultos a cargo, como las y los docentes, saber y aprender sobre su diferencia como algo que no era un déficit como persona, ni intelectual, y a ser considerado en su diferencia.
Por el contrario, al negar su condición y no contar con la empatía de los demás, más bien fue desarrollando defensas como la respuesta inteligente pero irónica, o la intolerancia rápida a la aparentemente muy extendida “estupidez” de mucha gente. Sí, llegó a sus cuarentas muy cansado y muy enojado, con dificultad para conectar afectivamente, pero no sabía por qué. Pero ahora lo entiende, y con eso contempla la posibilidad de construir un camino muy distinto, digno, reivindicando su diferencia, él a sí mismo.
Comparto esta historia que me conmueve y me indigna, ya que nadie pudo ver o defender el derecho de un niño con discapacidad a ser reconocido como tal, y a generar los ajustes razonables a su condición para integrarse al mundo no solo al educativo, sino al lúdico, emocional y afectivo de sus pares, de su medio.
Soy especialmente sensible al tema de la visibilidad de esta diversidad, las discapacidades en general, ya que tengo un hijo que vive con una condición epiléptica y secuelas motoras leves, pero notorias de dos hemorragias cerebrales. Y sí, hemos aprendido, porque ahora le toca a él, pero de niño me tocaba a mí, a visibilizar y de ser necesario pelear o gritar, por su derecho a los ajustes razonables en la escuela y el trabajo por su condición (ver “ajustes razonables” Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ONU-2006). Algunas discapacidades se ven a simple vista y otras no. La visibilidad puede provocar de entrada empatía o rechazo y estigma (probablemente una de las razones que consciente o inconscientemente tuvo el papá de Carlos para negar la discapacidad). Pero es desde la visibilidad que se puede hacer la reivindicación de derechos y dignidad, incluso anteponerse al rechazo. Como toda diversidad, tenemos que seguir generando conciencia día a día y en cada espacio. Por ejemplo, preguntando siempre a las personas si requieren de algo especial, cuando somos anfitrionas o anfitriones en nuestra casa o nuestro lugar de trabajo.
Cada vez que creo que he incorporado lo suficiente esta sensibilidad a mi vida, la realidad me demuestra que mañana tengo que volver a limpiar mis lentes de la sensibilidad y la empatía. Hace unas semanas viajé con mi hijo, mi nuera y una familia amiga en un autobús a una ciudad cercana a la nuestra. Como dentro de poco vamos a volver a ir, le dije a Pablo que nos fuéramos en camión, así nos evitábamos algún estrés de carretera, como lo habíamos hecho hace unas semanas. Me dijo que mejor en nuestro coche, porque ese viaje le había causado mucho estrés, ya que ir al baño del camión requiere realmente de mucha fuerza y equilibrio motor. Me sentí mal de no haber considerado eso. Yo misma pensé al ir al baño del camión: <<si fuera una persona mayor (más, porque ya lo soy), no podría sostenerme en este baño>>.
Por eso insisto mucho en el volver a mirar en el día a día y en no dar por sentado nada. Posiblemente una persona adulta que ha crecido entitulándose de sus derechos, o sea, sintiéndose con el derecho a declarar su diversidad y a pedir su consideración, le sea más fácil solicitarlos o exigirlos. Pero como falta mucho para que este entitulamiento esté suficientemente extendido, también nos toca a las y los demás afinar la conciencia a diario.