Por. Gerardo Galarza
Las Fuerzas Armadas mexicanas siempre han estado al servicio del poder político encabezado por el presidente República en turno, aunque siempre se haya dicho que han estado al servicio del pueblo, porque son “el pueblo uniformado”.
En casi noventa años de la institucionalización de la Revolución, las Fuerzas Armadas han sido leales al presidencialismo. Los actos de insubordinación, que los ha habido, siempre fueron minimizados.
El “retiro” de los militares de la política ocurrió en 1950, cuando “los licenciados” llegaron a la Presidencia.
Sí, sí estuvieron al servicio de pueblo en momentos críticos de desastres naturales, en un país de la precariedad e impunidad, y también fueron utilizados para la represión contra el mismo pueblo al que pertenecen: Tlaltelolco en 1968 y la Guerra Sucia de los años setenta del siglo pasado son las mayores muestras de ello, aunque no las únicas.
Esa “lealtad” fue pagada con canonjías para sus altos mandos, por supuesto, y también con el que las autoridades civiles asumieran –cuando lo hicieron- la responsabilidad de la represión contra los disidentes.
El Ejército no está en las calles a partir del gobierno de Calderón, aunque es cierto que desde entonces se usa para labores de seguridad pública y no sólo de combate al narcotráfico y represión. Sólo hay que recordar los retenes militares carreteros de los años setenta y ochenta en la ruta, por citar un ejemplo, México-Acapulco- Zihuatanejo, y La Operación Cóndor del gobierno de López Portillo para combatir el narcotráfico en el Triángulo Dorado (Sinaloa-Durango, Chihuahua).
Desde entonces, los militares no regresaron a sus cuarteles. Ni siquiera ahora que esa fue una de las principales promesas electorales de Andrés Manuel López Obrador. Desde siempre el uso de los militares en el combate a la delincuencia y en la seguridad pública ha estado fuera de la ley. Se dice –porque la información oficial real nunca ha fluido- que en muchas ocasiones los mandos militares pidieron a los mandos civiles reformas legales para regularizar esa situación.
Ya casi lo consiguen, hacen falta “simples” trámites legislativos, porque ahora las Fuerzas Armadas mexicanos no lo que fueron hace 50 ni 15 años. En lo que va de este gobierno han acumulado poder político y económico como nunca, y se han vuelto indispensables en la seguridad pública.
Controlan el principal aeropuerto del país y son “dueños” del que pretenden que sea sustituto; construyen obras públicas, entre ellas, las más emblemáticas y caras de este gobierno; controlan todas las aduanas: la logística de acciones de salud y de programas de bienestar; espían a ciudadanos y políticos y, en los hechos, ya absorbieron una fuerza policiaca presuntamente civil que es la Guardia Nacional y quieren ser empresarios de la aviación civil y de una empresa turística, con el apoyo del presidente…
Su casi omnipresencia en la vida nacional revela la militarización del país, lo que les ha permitido intervenir en política, ámbito antes vedado por lo menos públicamente.
Es de suponer que el presidente confía en la lealtad de las Fuerzas Armadas, también es de creer que las considera un activo político en lo que resta de su gobierno, la sucesión o, de nueva cuenta, la prolongación ilegal de su mandato.
Pero, ¿y si es al revés, y los militares creen que el presidente es un activo político al que están usando para sus fines y que a través de él gobiernan? Entonces, ¿quién podrá regresarlos a sus cuarteles? ¿Habrá general-presidente en lugar de general-secretario, por las buenas o por las malas?