Por. Adriana Segovia
Yo creo que la mayor parte de la gente podría contestar con un “sí” a la pregunta que es título de esta columna. Creo que independientemente de las particularidades de clase o geográficas, enseñar a las niñas y los niños a decir “hola y adiós” es uno de los mínimos de la crianza muy básicos. De hecho, es de las primeras cosas que aprenden los bebés a decir en su lenguaje no verbal. Saludar cuando alguien llega es casi un automático que pone en palabras el hecho de reconocer que alguien llegó y puede que de paso hasta te dé gusto.
Recuerdo haber hablado mucho con mi hijo cuando era pequeño de que lo mínimo de la educación son cuatro palabras: “hola, adiós, por favor, gracias”. Si además de aprender a decirlas, introyectamos su significado, estaremos resumiendo lo esencial de la consideración hacia los otros, otras. Significa que te veo, te reconozco, doy cuenta de tu presencia y por tanto de tu existencia. Al tiempo que espero que reconozcas la mía. No necesito que me caigas bien, ni quererte, solo te hago saber, por consideración como ser humano, que sé que existes.
Los temas de comunicación siempre han sido relevantes en la consulta clínica. Es casi la más común de las descripciones de los problemas individuales y familiares: “tenemos problemas de comunicación”, lo cual abarca una gama muy diversa de comportamientos: malentendidos, visiones diferentes o polarizadas del mundo, o bien las peores interpretaciones de lo que el otro o la otra quiso decir.
Sin embargo, tengo la impresión de que en los últimos tiempos, los temas y los problemas de comunicación han tomado características muy particulares. Creo que la tecnología tiene mucho que ver y otra variable posible también es la generacional, sobre cómo han aprendido a comunicarse las personas de 35 para abajo, más o menos, quienes aprendieron a comunicarse básicamente a través de la tecnología. La gente impulsiva no tarda ni tres segundos en comunicarle su molestia (seguramente mal) a alguien. Otras personas leen y borran y vuelven a escribir cuidando un poco más lo que quieren decir y acaso no quieren provocar.
Pero sobre lo que reconozco que se ha vuelto un complejo código a descifrar es la falta de respuesta. Que si me dejó en visto, que si ya van tantas horas o días sin contestar, que si las palomitas son grises o es una, que si tendrá señal, o pila o crédito o simplemente no me quiere contestar. Concedamos que también existe la distracción, el error y el olvido. Sin embargo, qué tortura, de verdad, qué tortura provoca en tantas personas la falta de respuesta. Y este sufrimiento no es una intensidad o ansiedad, tiene que ver con lo que señalaba arriba sobre la sensación de no existir para el otro, de no existir.
Pero esto, si bien queda hoy en evidencia por la inmediatez de la comunicación con la tecnología, no es un tema de la tecnología. Es en mucho un tema de educación y particularmente un tema de consideración. Me parece que la única justificación para no responder un texto sería el poner un límite a los mensajes agresivos o acosadores o insistentes y repetitivos.
Habiendo escuchado a muchas personas sobre sus razones para no responder, quitando a quien realmente lo hace intencionalmente para “castigar” a la otra persona, es interesante escuchar que muchas personas no contestan porque les da vergüenza o ansiedad comunicar algo negativo: “no puedo verte ahora”, “ya no quiero verte”, “adiós”. Aplica a amistades que se comunican por Whatsapp, y a muchos cuya comunicación derivó de conocerse en aplicaciones de citas. Hay una extraña regla para algunos usuarios de estas aplicaciones para quienes es totalmente válido plantar, no contestar, en lugar de decir “no puedo, no quiero, adiós”.
Y aunque la imposibilidad de contestar o despedirse, insisto, tenga causas más complejas que la sola falta de educación, decía, como la vergüenza y hasta la ansiedad de no querer lastimar a alguien con un rechazo, estoy hablando de amplios grupos de personas que se están entrenando más en la evasión de la comunicación y la verdad, que en el afrontamiento de la realidad. Y este patrón me parece francamente alarmante, porque requiere de desconocer la existencia del otro, de que deje de importar el efecto de la no respuesta (que siempre tiene un grado de lastimadura) porque les resulta más difícil escribir y afrontar cualquier verdad.
Sugiero ayudar o a invitar a quienes tenemos cerca a contestar siempre los mensajes, aunque se trate de decir cosas difíciles o negativas: de trabajo, de participación en algo, de amistad. Las cosas difíciles también pueden ser dichas con cortesía y consideración. Contestar, afrontar, despedirse, decir adiós, ayuda a cerrar pendientes mutuos que redundan en nuestra propia paz, además de ser una muestra de madurez emocional.