Por. Boris Berenzon Gorn
El 25 de marzo de 1983 le preguntaron a Primo Levi en un programa de la Unione Comunità Israelitiche Italiane, ¿Si era posible la abolición de la humanidad del hombre? Levi respondió: “Por desgracia, sí. Por desgracia, sí, y esa es realmente la característica de los [campos de concentración]. Acerca de los demás, no sé, porque yo no los conozco, tal vez en Rusia suceda lo mismo. Es la abolición de la personalidad del hombre, dentro y fuera: no sólo de los presos, sino también del carcelero.” Y es que, en efecto, como se ha demostrado desde diversas disciplinas la ruptura de la vida social por encierro o por estar aislado produce una ruptura interna en el ser.
Para nadie es un secreto que la pandemia de COVID-19 revolvió los cimientos de todas las áreas de nuestras vidas, tanto social como privada. Si bien se trató principalmente de una crisis de salud, éste no fue el único campo en el que causó un terremoto de enormes proporciones. Nuestros esquemas de trabajo y estudio se vieron alterados, pero también las relaciones y formas de socialización de un sinnúmero de gente.
Para muchos, hablar de este tema debe resultar anticuado. Y es que no podemos ignorar que para una enorme fracción de la población —sobre todo de la mexicana— la pandemia duró los tres o cuatro meses que los negocios permanecieron estrictamente cerrados y después de eso se acabó. Para esos casos, no hay duda de que esta reflexión carece de sentido alguno y resulta incluso insulsa.
Sin embargo, más allá del sentido que el individuo le asignó o no a la pandemia, existieron cambios que trascendieron la capacidad de significar voluntariamente los hechos. Por ejemplo, las escuelas estuvieron cerradas, nos pareciera o no un riesgo el virus SARS-CoV2. En términos del trabajo, además de las consecuencias económicas, distintos sectores transitaron, total o parcialmente, hacia el sistema a distancia, acentuando o introduciendo una modalidad que antes se utilizaba de forma excepcional.
Estas formas de trabajo y de estudio antes llevaban encima el peso de un enorme estigma. Un signo que hoy no se ha terminado de quitar, pero que cada vez cede más paso a una nueva forma de normalidad. Un sistema antes incomprendido y descartado a priori, como consecuencia de prejuicios en torno a la productividad, se ha convertido hoy en uno validado en el que los empresarios encuentran múltiples beneficios. Uno de ellos es el de poner sobre los trabajadores los costos operativos, bajo la vigilancia de una ley recién creada que vela únicamente por los empleados formales (que son pocos frente a la imperante informalidad).
Con la escuela ocurrió lo equivalente. No sólo muchos profesores tendían a pensar la educación a distancia como una educación menor; ésta también era descartada por los propios alumnos y por un sector de la sociedad que —atado a ideas del pasado— relacionaba las pantallas con “el Atari”. Este prejuicio ha dejado de existir en alguna medida, pues —con un pensamiento en parte reforzado por el enorme uso banal que se hace de las nuevas tecnologías— siguen existiendo quienes creen que todo lo que se puede hacer con las pantallas es crear y ver videos de TikTok.
La pandemia generó un cambio del que no habrá vuelta atrás. Hay partes del sistema educativo que no volverán a la presencialidad; hay que aceptarlo y desestigmatizarlo. Hay sectores productivos que tampoco dejarán los esquemas a distancia; hay que regularlos y facilitar su funcionamiento. Fue una crisis de salud, pero de ella se derivó un sinnúmero de fenómenos sociales que no hay manera de ocultar.
Uno de estos fenómenos, que debería llamar nuestra atención desde una visión menos prejuciada, es el de la imposibilidad cada vez mayor de abandonar la vivienda, por tener en ella mezclados los espacios de estudio y de trabajo. Para quienes laboran ahora total o principalmente de forma remota, resulta complicado a veces salir de casa, puesto que todas las actividades se realizan en ella. Es cierto que aún deben comprar comida, pasear al perro o, simplemente, estirar las piernas. Sin embargo, estas posibilidades se reducen cuando se trabaja en empresas o instancias que verifican la presencia constante y permanente, sin descanso significativo, del empleado frente a la computadora.
Como muchos expertos han empezado a subrayarlo, estas dinámicas, cuando son llevadas a su extremo, pueden resultar perjudiciales, causando distintos problemas de salud o emocionales. La depresión o la ansiedad son estados recurrentes para quienes se ven obligados a permanecer en casa sin ningún tipo de espacio recreativo fuera de ella o sin que, simplemente, les dé el sol. Por mucho que se busque cierto equilibrio los fines de semana, quizás éste no sea suficiente.
Es cierto que gran parte de la solución a estos fenómenos está en manos de los empleados, porque nadie puede obligarlos a tener una u otra rutina, más allá de sus horarios de trabajo. Sin embargo, las empresas, orientadas a construir mejores entornos laborales y aumentar la productividad, tienen en sus manos el implementar medidas para evitar que sus trabajadores a distancia tengan estos problemas. Por su parte, el Estado, que debe velar por los derechos de los trabajadores, también deberá hacer lo propio. Por supuesto, asumiendo que estas formas de trabajo llegaron para quedarse.
Podemos dar cientos de marometas discursivas y explicar de mil maneras los beneficios de la presencialidad; el fenómeno, de todos modos, no tendrá reversa, y la educación y el trabajo a distancia seguirán presentes. Más valdría aceptar estos esquemas e impulsar que sean los más adecuados para la salud y el desarrollo de quienes estudian o trabajan en ellos.
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