- 190 años han pasado y no hemos claudicado
Raúl Jiménez Lescas
Mucho tiempo después frente al pelotón de fusilamiento, el general Vicente Guerrero se acordó cuando, herido de muerte, tomó sus orines tras la refriega de la Batalla de Almolonga del 13 de enero de 1823 (entre los cerros de Teposteyo y Ahuacopexco). No sabía que había derrotado a la tropa al mando del jefe de jefes, José Gabriel de Armijo y que le auxiliaba el general Antonio de León, mixteco. Le produjo asco y, mejor se acordó cuando su padre, de rodillas, le pidió que se indultara al poder español. Él cerró los ojos y recordó cada palabra que dijo, las contó, no cambió ninguna: “Compañeros, este anciano es mi padre. Ha venido a ofrecer recompensas en nombre de los españoles. Yo he respetado siempre a mi padre, pero la patria es primero.” Es obvio que es una forma de decir las cosas, porque en ese tiempo no se decían “compañeros”, mucho menos “compañeras y compañeros” pero sí, “La Patria es primero”.
Era el año del Señor de 1831. México era un mozalbete de 10 años y estaba haciendo sus primeros pininos. Todo se arreglaba a balazos y traiciones, nada que ver con el México actual, que después de 190 años es moderno, civilizado, se respetan los derechos y Mario Delgado de Morena, el partido del gobierno, respeta hasta el Estatuto del partido.
Así pasó al laberinto de la historia el general Guerrero. Nadie lo recuerda como el primer presidente afro de Nuestra América, ni como insurgente al mando del generalísimo Morelos, ni como guerrillero, tampoco como Masón, ni como “Consumador de la Independencia” en 1821, aunque Agustín de Iturbide no lo invitó a firmar el “Acta de Independencia del Imperio Mexicano, pronunciado por su Junta Soberana congregada en la capital de el en 28 de setiembre de 1821”, tampoco como combatiente del Imperio y luego, como constructor de la primera República, la mexicana de 1824.
La historia Patria lo recuerda porque lo fusilaron el 14 de febrero, que en occidente, es el Día del amor y la Amistad. ¿A quién se le ocurre morir en semejante fecha? Al pelotón que lo fusiló en Cuilápan…
El general encontró su laberinto: La Patria es primero y está con letras de oro en el Congreso de la Unión, aunque los diputados han vendido la Patria muchas veces.
Entonces la villa de Cuilápan era un conjunto de chozas rodeando el impresionante Convento de Cuilapan, en los valles zapotecos de Oaxaca. Cargada al sur, rumbo a la otrora capital de los zapotecos de Zaachila (Dios de la zapoteca o Primera hija de la tierra, 1200 y 1521 d. n. e.). El convento fue construido por los nativos zapotecos bajo el ojo vigilante de los dominicos españoles del siglo XVI; es impresionante, como muchas de las obras dominicas (Santo Domingo y Yanhuitlán). Le llamaron Convento de Santiago Apóstol hacia 1531. Lo interesante del caso es su capilla abierta para la conquista espiritual de los zapotecos, también alberga un claustro conventual, una posada y un noviciado. Ahí los militares fieles al gobierno traidor, en una celda pusieron en capilla al general Guerrero antes de pasarlo por las armas.
El general, frente al pelotón de fusilamiento, se acordó que era desconfiado, quizá muy desconfiado, porque estuvo más de 10 años en guerra contra los españoles. Por eso, no fue al llamado “Abrazo de Acatempan”, mandó a su segundo de abordo. Pero, confió en un marinero genovés de cuyo nombre no me quiero acordar. El “tano” lo invitó a comer y ahí lo traicionó, dicen que por un par de monedas. Yo no lo creo, los “tanos” no cogen un par de monedas, sino puños de oro. Como Colón. El barco donde cenó su última cena, el general Guerrero, se llamaba, paradójicamente “Colombo” y el traidor: Francisco Picaluga y Sicolame. También el tal Picaluga invitó a don Juan Álvarez, pero declinó, ya sea porque olió un “cuatro” o porque no le gustaba la comida genovesa. Prefería el mezcal de Zihuaquio al vino dulce de la Toscana. El mole a la salsa bolognesa. Sea como sea, don Juan no fue a la comida y luego se levantaría en armas con el Plan de Ayutla. Tanto Guerrero como Álvarez, Vicente como Juan, eran de la tierra caliente y brava del Pacífico, uno de Tixtla el otro de Santa María de la Concepción o barrio de la Tachuela, Atoyac. Ambos tenían la misma camiseta: generalísimo Morelos, quien los reclutó y los formó; ambos fueron presidentes de México y, ambos, republicanos y reformadores. Uno afrodescendiente, el otro hijo de un gallego y madre mestiza.
Como buen “tano” el traidor, le ofreció vino y pasta. Luego lo vendió por un puño de oro que le había ofrecido el general José Antonio Facio, ministro de guerra, siguiendo las órdenes de Anastacio Bustamante. El barco zarpó hacia de las aguas de Acapulco a Huatulco, para entregarlo a los militares oaxaqueños que lo condenaron al pelotón. Otro traidor, un tal Miguel González recibió al general Guerrero, esposado y con grilletes, para cruzar la Sierra Sur y entregarlo a la autoridad en Oaxaca para someterlo a juicio sumario. En su camino, Guerrero pudo encomendarse a la Virgen de Juquila, contemplar la altitud de San José en el pico de la Sierra Sur para bajar a los valles centrales. Pasó por Ocotlán hasta la capital, Oaxaca.
El general Facio era jarocho, como Santa Anna, fue educado en la Guardia Real de Fernando VII en España. Era un verdadero y auténtico hijo… de la realeza, al menos eso creía. ¿Quién lo recuerda? Sólo la traición y el oro que le dio al genovés, comerciante. Dicen que 50 mil pesos oro, yo lo creo, deben ser como 500 millones de pesos de ahora… Por eso el general Obregón decía: “Nadie aguanta un cañonazo de 40 mil pesos (Bustamante diría: de 50 mil pesos oro)”.
La traición es el mandamiento que reza la política mexicana desde hace 190 años.
Fuentes