jueves 21 noviembre, 2024
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«2020: EL AÑO DEL ENCIERRO» Inmunes

 

Ya llevaba veinte minutos en la fila y no avanzaba. No tenía caso cambiar de caja. ¿Cuál pandemia? Ahí parecía un día de quincena cualquiera. Sergio no lo podía creer, estaba nervioso. Por más que azotó algunas de las cosas que llevaba contra el carrito, a modo de protesta por la tardanza, la cajera parecía no inmutarse. El hombre quería matarla. Sudaba de coraje y también por el calor que le daba la boina que siempre usaba. Ahora, además, había que agregar el cubrebocas.

Ana, la cajera, tampoco estaba de humor. Las gotas de sudor le escurrían detrás de la careta, el cubrebocas y la presión constante en el trabajo que por fuerza tenía que conservar. Vaya que había tenido clientes desesperantes ese día. Que por qué no había marcado la rebaja, “eso lo hace el sistema en automático, señor, si no lo marcó es porque no hay oferta”, y el pleito, llamar a su jefa que siempre estaba en el área de las donas y no atendía si no terminaba el último bocado; que por qué ya no había nadie empacando, “por la pandemia, señor”, “pues empaque usted”, “pues no soy su sirvienta” y líos como ese de los que ya estaba harta. Esa tarde, después de la comida, decidió tomarse las cosas con calma, con tanta, que ya había notado al cliente furibundo que la miraba con ojos de pistola. “Nadie interrumpirá mi paz”, se repetía, “nadie me agradece haber sido la cajera más rápida, el bono se lo dieron a Lupita, claro, porque anda con el contador… Si a nadie le importo, pues nadie me importa y ese señor, que se joda”.

De cualquier manera, tuvo que poner un poco de velocidad porque no quería que el resto de la fila se rebelara.

Por fin tocó el turno de Sergio. Aventó las cosas sobre la banda manifestando claramente su enojo, aunque de paso ya hubiera magullado los jitomates y los plátanos. Ana, que no estaba para escenas, pasó con indiferencia los productos por el lector óptico y también los aventó a la bandeja de salida.

-Apúrese, señorita, mi hijo me está esperando afuera.

-Ese no es mi problema.

-No, a usted qué le va a importar-reviró con frustración el cliente.

Ana no se inmutó. “A mí me esperaba Joaquín, pero ya se fue. Que no le doy prioridad, que debería dejar todo cuando él puede verme. Sí, cómo no, cuando me pague la renta, veremos. Ya de por sí estoy hasta la coronilla de deudas. Además, con el pretexto de la pandemia, cada vez viene menos”.

-Tenga más cuidado con mis cosas. No solo es lenta, sino malhecha-espetó Sergio detrás del cubrebocas.

-No me hable así, señor-respondió ella con sequedad.

Sergio, irónico, le hizo señas de que no escuchaba.

Ana enfureció. ¿Nadie podía respetarla? “No más”, se dijo, y con violencia se levantó la careta, se bajó el cubrebocas a la barbilla y gritó:

-¡Majadero! ¿Ahora sí me escuchó?

Sergio se quedó estupefacto. No solo era una tortuga llena de cinismo, sino además una irresponsable.

-¡Gerente, gerente! La señorita quiere matar a los clientes. Se descubrió la boca y ¿qué tal que tiene Covid?

Nadie escuchó la explicación que Ana, nerviosa, murmuró: “a todos nos hacen la prueba antes de aceptarnos en este mugroso trabajo”.

Los compañeros de fila corrieron hacia atrás, como si hubieran escuchado que había una bomba en el supermercado. Ana sintió la sangre subirle a la cabeza. Nadie escuchaba, todos la señalaban.

Sin pensarlo dos veces, escupió hacia el rostro del difamador, quien, atónito por el ataque, se descubrió la boca y respondió al escupitajo con uno más grande que se estrelló sobre la mica que Ana, rápidamente, volvió a colocarse, anticipando el movimiento de su contrincante. El hombre, hecho un energúmeno, alargó el brazo y de un tirón le arrancó la protección junto con un mechón de cabello. Ya con la cara de Ana al descubierto, lanzó un misil líquido mucho más potente que el anterior, que dio justo en el entrecejo fruncido de la cajera.

Fueron segundos de un intercambio incesante de salivazos. Los clientes más cercanos, llenaron con lo que pudieron las bolsas “verdes” y huyeron hacia la salida; los policías trataron de contenerlos para que no se fueran sin pagar. Un par de ellos identificó la caja de la que provenían los gritos e insultos, pero antes de acercarse tuvieron que pedir guantes y algo para protegerse contra el virus.

-Jovencita tarada, creen que son inmunes a todo-lanzó Sergio, la calva al aire porque la boina salió volando en uno de los ataques.

-Vejete amargado, cree que su vida es lo único que importa-reviró Ana llena de rabia.

-¡Y la de mi hijo que me espera!- gritó él a unos centímetros, pero Ana no se echó para atrás y respondió:

-¡Puros chantajes de senectud!

-¿Ah, si? Vaya afuera, es un pequeño de siete años que no puede entrar por el maldito Covid-dijo con desesperación, su aliento confundiéndose con la respiración de la cajera.

-¿Y yo qué culpa tengo? ¡Yo también tengo que quedarme aquí soportando viejos insolentes como usted!-contraargumentó ella sosteniendo su postura, ya nariz con nariz.

Un policía ultra protegido por dos cubrebocas, careta, una palangana del departamento de limpieza a modo de escudo, guantes de invierno tomados del área de caballeros, goggles de la juguetería y botas de jardinero entró al quite y logró separarlos.

A los dos los echaron del establecimiento a empujones, a cada uno por puertas distintas.

Luisito, el hijo de Sergio, no estaba en el lugar en el que su padre lo había dejado.

Ana se sentó en la banqueta. No podía creer lo que le había sucedido. Después de meses de búsqueda, perdió el único trabajo que había conseguido desde que empezó el virus. Los ojos le ardían, sintió la cabeza caliente y la nariz le escurría. Tenía todos los síntomas, pero no pudo llorar ni siquiera cuando escuchó el grito de terror al otro lado de la tienda: “¡Mi hijo!”.

Se había vuelto inmune.

 

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