sábado 23 noviembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«RIZANDO EL RIZO» La fugacidad del compromiso

 

Es un buen ejercicio ser del todo sincero consigo mismo.
Sigmund Freud

Vivimos en la época de los estímulos constantes. Ni bien estamos dando clic en una página cuando la siguiente ya llamó nuestra atención. Las redes sociales han exaltado nuestras compulsiones, pero tampoco puede decirse que las han creado. Es cierto que algo en nosotros, tal vez inherente a nuestra naturaleza, tiende a ir de un estímulo a otro más fuerte. Pero esta pulsión no tendría por qué dominarnos. Nosotros tenemos, técnicamente, su control si así lo decidimos. Sin embargo, al sistema económico en el que nos encontramos inmersos le conviene lo contrario, que nos dejemos ir sin ninguna limitación. 

La época de la inmediatez lleva muchas décadas instaurándose. Sí, la web 2.0 es su expresión más grande, pero no su creadora. El culto a lo efímero es probablemente la creación más importante de nuestro sistema económico. Sin él, no podría existir el consumismo y, por lo tanto, el ideal de la economía que crece hasta el infinito no podría realizarse. Para que funcione, este culto debe permear en todas las áreas de nuestra vida, en nuestras relaciones e incluso en nuestra forma de entender el mundo. Ya lo dijo Zygmunt Bauman: “el culto a la satisfacción inmediata nos ha arruinado incluso la capacidad de esperar”. 

Este culto halló en las redes sociales una de sus cimas más altas. ¿Quién no ha pasado horas que debería destinar al sueño a recorrer una y otra vez las publicaciones ya vistas en Twitter o Facebook solo para ver si aparece en medio de la madrugada un nuevo estímulo? Como si fuéramos adictos, nos arrastramos por los suelos de las redes sedientos de encontrar sobrantes de nuestra droga favorita. Una nueva historia, un nuevo post, lo que sea que active el sistema de recompensas de nuestro cerebro. Claro que esto no es un descubrimiento nuevo. Es, probablemente, una de las bases sobre las cuales se enriquecen las grandes empresas tecnológicas.

Le hemos cedido todo al culto de lo efímero. Incluso, lo más íntimo. El amor y el deseo han sido entregados también al sistema de consumo. Tratamos a las personas como si fueran envases desechables que existen solo para satisfacernos. Disfrazamos ese impulso de la ideología del deseo o del afecto en boga y nos sentimos menos depredadores. Pero lo cierto es que el sistema ha impuesto también su forma de amar. Esta cesión ha dejado una carencia que no tiene remedio, pues, acudiendo nuevamente a Bauman, “ninguna clase de conexión que pueda llenar el vacío dejado por los antiguos vínculos ausentes tiene garantía de duración”. 

Lo curioso es que no solo los estímulos positivos han sido absorbidos por este culto. Hemos cedido también los enconos, las preocupaciones. Involucrarse en un tema concreto tampoco se lleva bien con el ejercicio de las libertades digitales. Éstas se guían, como todas las áreas de nuestras vidas, por lo efímero. La participación se encuentra también al servicio de los dictados del sistema. Los algoritmos no solo imponen nuestros hábitos de consumo sino también nuestras indignaciones. Las crisis de fondo son ignoradas, mientras que se privilegian el tráfico y la lectura fácil.

Esto no es más que un mecanismo del sistema para protegerse él mismo, pues mientras nos da la ilusión de libertad —haciéndonos creer que estamos cambiando el mundo ajusticiando al hijo del vecino por los actos que no consideramos a la altura de nuestra moral—, la realidad es que los engranes que mueven al mundo permanecen intactos.

El culto a lo efímero no solo es un asunto de consumo, deseos, afectos y relaciones; es también un tema de pensamientos que se vuelven cada vez menos profundos, que no necesitan más que un titular para evaluar completa la vida de un ser humano, que no pueden vivir sin anuncios comerciales y que, así como se cansan constantemente de pareja o de teléfono celular, se hartan también de los temas que merecen indignación. El pensamiento crítico les cede el terreno a los juicios vacíos que alguna empresa de redes o de medios hace por nosotros. A pesar de todo, nos sentimos en la cumbre de la información, la participación y la democracia.

¿Qué daños irreparables nos estará haciendo este espejismo?

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

Entender la cultura como un elemento accesorio de nuestras vidas y nuestras sociedades es una de las trampas de nuestros tiempos, posiblemente puesta ahí por el sistema de consumo. Los derechos culturales siguen siendo entendidos hoy en día como el derecho a asistir a un museo y nada más. Aunque es verdad que el acceso a los recintos artísticos y culturales es parte de estos derechos (desde una perspectiva que cuide la accesibilidad, la adaptabilidad y la aceptabilidad), no lo es todo. Los derechos culturales atraviesan cada aspecto de nuestras vidas, y desde esta visión integradora debemos reivindicarlos. 

Un análisis al respecto promete Alberto Santamaría en su nueva obra Políticas de lo sensible. Líneas románticas y crítica cultural. El experto en Teoría del Arte se adentra en las interconexiones existentes entre la cultura, la política y la economía, y son interconexiones que, sin duda, tenemos que replantearnos. 

Narciso el obsceno 

Víctor Lapuente, politólogo, autor del Retorno de los chamanes (2000), con pánico se cuestiona: “Dios ha muerto, Marx ha muerto, pero el Yo está más vivo que nunca. ¿Nos hemos emancipado, entrando en un periodo de política pragmática… o hemos caído esclavos del culto al Yo, abriendo una era de política narcisista?”.

 

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