sábado 23 noviembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«PUEBLO DEL SOL» ¡Prohibido el limón!

A Francisco Llanes. Mi goloso mestizo preferido.

Hace unas semanas el chef Enrique Olvera publicó un artículo en el periódico Reforma, donde expresó su malestar (muy común entre muchos chefs) por la forma en la que los comensales mexicanos, al pedir aderezos especiales como el limón, cambian el sabor final de los platillos que con esmero se preparan en la cocina.

Enrique escribe: “entendemos desde hace mucho la obligación y responsabilidad que supone recibir y cuidar a nuestros clientes. No podemos dejar que ellos mismos minen la experiencia con arrebatos que están fuera de lugar o que insensiblemente atentan contra el producto que con mucho trabajo nos provee nuestra red de productores”.

Y en una forma didáctica alecciona a los comensales mexicanos sobre las formas correctas con las que se debe acudir a un restaurante (en particular al de él): “No por ello debemos evadir nuestra responsabilidad de respetar los espacios, protocolos y conceptos de los lugares que frecuentamos y anteponer nuestro (mal) gusto al trabajo de otros. Por mucho que nos guste el limón, no es necesario pedirlo para ponérselo al nigiri de un omakase en una barra de sushi. Hacerlo es una falta de respeto y habla peor de quien lo solicita que de quien lo niega”.

Las redes de la república gastronómica se volvieron locas en esos días por lo escrito por nuestro rock star chef de serie de Netflix.

El asunto me divirtió y lo iba a dejar pasar. Hasta que en días recientes leí el artículo de Ignacio M. Sánchez Prado en Port 45: “Enrique Olvera and the Sociopolitical Aesthetics of Neoliberal Culinary Art”.

http://post45.org/2020/08/enrique-olvera-and-the-sociopolitical-aesthetics-of-neoliberal-culinary-art/?fbclid=IwAR19f4uEdwMoD_hGa1Hkw4q6CnVpIGojIZZQnStuLtSNR5LqKcDn9FEqGqc

El autor teje fino y abarca ampliamente las razones por las cuáles los chefs se han vuelto tan importantes en los últimos tiempos como parte de una cultura neoliberal dominante, en donde la mercantilización pesa sobre todo y que la estética gastronómica que se reproduce en la serie Chef´s table de Netflix (y de la que Olvera es el representante mexicano) persigue lo exquisito y extraordinario para unos cuantos que pueden pagarlo (Sabina dijo años atrás en “El muro de Berlín: “ha muerto Rasputín, se acabó la guerra fría. ¡Que viva la gastronomía!) 

En el mismo artículo, Ignacio menciona que comer en el Pujol de Polanco tiene un costo promedio de 160 dólares por persona más el importe de las bebidas. El texto es muy interesante pues abarca problemas sociales y culturales amplios. También aborda el tema del controversial artículo y al final le perdona todo a Olvera con la siguiente conclusión: 

“Si el neoliberalismo como práctica económica ha devastado las prácticas materiales de la comida, el arte neoliberal de la gastronomía ha, no sin profundas contradicciones, emergido como el archivo de sobrevivencia de esos objetos y cosas en peligro de extinción. Los regímenes estéticos como el de Olvera crea las condiciones económicas y culturales para la viabilidad de productos -y sus culturas y formas de vida- que en otras circunstancias han sido barridas por el libre comercio. Nosotros debemos imaginar un futuro de justicia y soberanía alimentaria donde esas tradiciones estén disponibles para todos. Pero para que ese futuro sea posible, el arte neoliberal de la gastronomía, en sus complicadas alianzas con los productores tradicionales, es una de los pocos ámbitos donde los elementos de ese futuro pueden sobrevivir” (la traducción, seguramente imperfecta, es mía).

Así que podríamos concluir que comer en el Pujol tiene sus reglas: no se piden limones ni chilitos toreados para disfrutar al máximo de la experiencia. El buen gusto lo tiene el cocinero, no el comensal. Pero el comensal lo puede adquirir si aprende a comportarse. Y si sigue este protocolo exquisito y paga la cuenta, estará contribuyendo a la preservación de los sistemas tradicionales de la cocina mexicana con productos de alta calidad, como los maíces nativos y de colores para las tortillas del omakase que sirven a los clientes de Pujol.

Es decir, gracias a que un puñado de personas de alto poder adquisitivo pueden comer en lugares de alta cocina que tienen una red comercial con productores tradicionales, se lograrán preservar delicias como las tortillas de masa roja o azul, y quizás en un futuro, si la promesa del neoliberalismo se cumple, todos podremos seguir comiendo tales tortillas pues se habrán salvado gracias a estos esfuerzos empresariales como los de Olvera.

Desde mi experiencia personal, las deliciosas tortillas hechas con maíz nativo se disfrutan en pueblos y ciudades donde los habitantes las preparan y las consumen de forma cotidiana, como se ha hecho a lo largo de los tiempos. La dicha de comer una tlayuda rellena de quesillo y flor de calabaza en el mercado Benito Juárez de Oaxaca, o el taco de barbacoa en Malinalco con tortillas hechas a mano, o las tortillas del mercado de Timilpan en el Estado de México en donde cada puesto tiene masa de un color diferente, están muy distantes de la red de productores de los restaurantes de alta cocina. Y mantienen un producto delicioso y tradicional en la dinámica del abasto, resistiendo el embate neoliberal de la Maseca. Y estoy seguro que nadie se ofenderá si le echamos limón a nuestro taco.

La cocina mexicana es un crisol y amalgama de tradiciones culinarias que se suceden en nuestra historia. Pueblo del maíz, el mexicano resalta con orgullo las aportaciones de Mesoamérica a la culinaria mundial: el jitomate, el cacao, los chiles, la vainilla y la calabaza entre muchas otras. Recreador de las tradiciones hispanas, utiliza prolijo el trigo para panes y tortillas, endulza sus postres y bebidas con azúcar morisca y disfruta como nadie de la carne de cerdo de los cristianos españoles. Presume sus destilados de maguey con los que se emborracha y quita sus penas.

Nuestro cruce de caminos a lo largo de la historia ha fortalecido nuestra capacidad para dominar el hambre y hacerlo con sabrosura. Hemos incorporado ingredientes y sabores de distintas latitudes y nuestra cocina es la expresión de los sabores de los encuentros y desencuentros con otras naciones. Nuestra sazón es el reflejo de cada una de las influencias fecundas con las que se crea y regocija nuestra cultura, siempre capaz de integrar algo más.

Es en medio de nuestra historia y las confrontaciones que nació el goloso mestizo. El personaje mexicano que mandó de paseo las formas y las tradiciones de los invasores para a partir de ellas crear algo nuevo lleno de vida. Aquel que acepta su condición híbrida sin prejuicios. Al grito del gran pachuco: “¡Ya estás garnacha!” el goloso se lanza a jugar con los sabores que le ofrece el mundo. Acepta todo y de todo mientras se le permita agregar una salsita o unos chilitos picantes, y el sazonador primordial del país: el jugo de limón. Éste sirve para el sushi y el sashimi, para las sopas y consomés, algunas que pueden incluir fideos chinos, corrompidos con puré de jitomate y menudencias de pollo, a la que también se le pueden agregar trompicones de plátano dulce. Y con los tradicionales embutidos curados del viejo mundo, el goloso hace guisos con papas picadas, o los mezcla con queso de hebra derretido para unas deliciosas quesadillas con chorizo. 

Este goloso mestizo es el mexicano a mitad del camino, el que tiene aún todo por hacer. Genial en muchos casos, busca una identidad propia. Probándose cual si fueran prendas de ropa los elementos que lo emocionan y estimulan de todas la culturas con las que convive y ha convivido. Es el que aparece retratado en un sin fin de imágenes que dan cuenta de todas las influencias fecundas que sucedieron en la Nueva España en las que aparecen canastos con muchos tipos de frutas, jarras de chocolate, alacenas repletas y unos personajes sin nombre propio que reciben apodos que subrayan su mezcolanza: chino, lobo, mulata, mestizo. Años más tarde lo vemos retratado en el siglo XIX como el famoso chinaco, del que nace el despectivo naco, que adjetiva y denigra, con sombreros de charro y botas vaqueras. Imágenes como estas las encontramos a lo largo de nuestra historia.

Quizás Enrique Olvera no se dé cuenta, pero servir un omakase con productos mexicanos en el Pujol tiene la audacia del goloso mestizo. De ahí brota la fuente de creatividad culinaria que agasaja nuestro paladar mexicano. Y le gusta el limón y el chile porque son bien sabrosos. Así que no los prohibamos en la alta cocina mexicana. ¡Provecho!

 

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