- “Quiero que me abrace mi tierra”
- Un árbol que resistió impasible a todas las borrascas…
Los hombres no lloran, decía mi abuelo Alberto, cuando era yo un manojo de huesos y de sueños; cuando el juego de la vida era la vida misma y la vida no dolía. Pero ahora lo admito “Güera” linda, lo admito: lloré la tarde de hace días hasta inundar las calles de mi nuevo pueblo del Estado de México, con todo y su catedral y mis añoranzas juntas.
Lloré hasta empapar las paredes de mi humilde pero amigable casa, con un llanto agrio y severo. Lloré hasta encorvar el cielo de esa tarde y humedecer mi alma. Lloré de llorar con la esperanza de encontrar confort con mis guasas. Lloré porque sí, lloré porque no.
Llegó la calma y con ella el recuerdo de mis años de niño en la tierra donde nacimos, misma que consideraba mi jardín. Según yo, en él vivían duendes en forma de manantiales, ríos, prados verdes, jacarandas, geranios, pichones, colibríes, etc., con los cuales conversaba siempre. Lo rodeaban barrancos, lo azotaron tormentas, algunas flores se marchitaron, ciertos arroyos se secaron; pero en el centro de ese jardín, mi jardín, hubo siempre un árbol que resistió impasible a todas las borrascas y cuyo tronco era su fuerza, la fuerza mía.
Sus ramas fueron siempre frondosas, renovadas, protectoras. A su sombra descansé, en sus hojas aprendí. Árbol duro sólo de corteza, a veces hostil, pero igualmente muy dado a sonreír para sí mismo y sus retoños. Árbol que no buscó los halagos y mucho menos los agradecimientos; prefirió los afectos. Árbol que para mí era “Güera” o Teresa, pero que mis hermanos preferían llamarle mamá.
Una de las cosas que le preocuparon siempre fue morir y que sus restos terminaran con basura en cualquier ingrato cementerio de la Ciudad de México. “Prefiero que me cremen, aunque sería mejor que me enterraran junto al abuelo Alberto, allá en le cerro”, dijo en la etapa grave de una enfermedad corta, pero dolorosa y, finalmente, fatal.
Teresa fue una mujer diferente. De horas y horas de trabajo sobrándole tiempo para soñar. Inquieta, sabia, muy hecha al ajetreo del campo, con vestidos de manta y huaraches pero toda una dama; con la facilidad de dar los buenos días, buenas tardes, pedir permiso, decir gracias, un por favor, siempre con una sonrisa.
Para ella, el entonces Distrito Federal era una enorme tumba debido al polvo, la contaminación y el escaso viento. De ahí que le angustiara la posibilidad de terminar con su larga cabellera -a sus 62 años, entre rubia y cana- en un estrecho agujero, que de remate estuviera adentro de este gigantesco sepulcro apenas horadado por el Metro. Cierto día que la visité en el hospital me confió: “No tengo miedo a la muerte, pero cuando llegue te encargo que me lleven a Tierra Blanca. Quiero que me abrace mi tierra”.
Luego de un viernes 11 de febrero por la mañana Teresa cerró sus ojos para siempre en este mundo. Dos días después, en medio de arbustos y muchas flores silvestres, Tierra Blanca abrió sus brazos para recibir en su regazo a Teresa.