“¡Vaya problema! ¿O no era la meta perseguir, sino alcanzar?”
Sergio Fernández, Los desfiguros de mi corazón
La aparición de la web 2.0 y de las redes sociales ha cambiado profundamente nuestra forma de comunicarnos. Asistimos a una transformación en las dinámicas de la vida pública y sus conflictos. Mucho se habla de los beneficios que han venido con este cambio, pero, más allá de cuestionarlos o reconocerlos como tales, conviene acudir a las ciencias sociales y estudiar estas revoluciones en función de sus fenómenos. Enfocada en esa labor, la experta en comunicación y publicidad Ana María Olabuenaga ha presentado al público su más reciente obra: Linchamientos digitales (México, Paidós, 2019). Se trata de un libro que se adentra en las raíces históricas de este fenómeno social y lo estudia en relación con nuestro contexto nacional. Esta obra es necesaria no sólo por los casos específicos que analiza bajo lupa, sino porque se trata de un esfuerzo para comprender quiénes somos, hoy por hoy, como sociedad.
¿En qué momento se rompió el pacto entre los ciudadanos para no recurrir, bajo ninguna circunstancia, a hacernos justicia por nuestra propia mano? Algunos podrán argumentar que el problema es consecuencia del hartazgo ante la impunidad y la inacción de quienes detentan la autoridad. Sin embargo, esta grieta en el rostro de la historia no ha aparecido sólo en nuestro país. Por lo contrario, México no es, de ninguna manera, el epicentro de los linchamientos digitales, así que las razones de su generación tienen que buscarse más profundamente, más allá del acontecer político local y de la configuración de nuestra sociedad.
Los pueblos tienen derecho a la soberanía, a definir su propia forma de gobierno y a modificarla cuando sea necesario. Los individuos, por su parte, tienen derecho a la justicia, a no ser discriminados, a que se respeten su integridad y sus opiniones. En una democracia, ninguno de esos derechos incluye la potestad para transgredir los derechos de los otros ciudadanos —a un juicio justo, a la presunción de inocencia y a ser tratados de forma digna e imparcial por los tribunales encargados de la impartición de justicia. Seguimos aspirando a la democracia como forma ideal de gobierno; es decir que creemos en las instituciones que se erigen como resultado de la participación ciudadana y en los derechos humanos de todas las personas. Ante este panorama, ¿dónde cabe la ruptura del pacto social? ¿Dónde cabe, además, pensar que tal resquebrajamiento es válido y que abona a la construcción de una sociedad democrática?
Para empezar a andar el camino hacia tal respuesta, Olabuenaga emprende una búsqueda de las raíces del término linchamiento. Este rastreo —que trasciende con mucho una mera investigación etimológica (el término viene del apellido Lynch)— nos lleva a través de los momentos más vergonzosos en la vida pública de los Estados Unidos y de nuestro país. También nos lleva a revisar los momentos históricos en que se ha documentado el fenómeno del linchamiento (lo hayan llamado así en su momento o no). Llama la atención que, detrás de muchos de los casos revisados por la autora, hay una trama política que hoy nos parece evidente, pero que en el momento de los hechos actuaba como una fuerza invisible, aunque muy poderosa.
Es el caso, por ejemplo, de los hechos en que se basó la comedia Fuente Ovejuna, del dramaturgo español Lope de Vega. Esta obra, como menciona Olabuenaga, “es, quizá, la referencia más antigua de la que se tiene noticia sobre un linchamiento”. En ella se relata la muerte del comendador Fernán Gómez a manos de un pueblo harto de sus atropellos. Referirse a este clásico de la literatura, reconoce la autora, es un lugar común; sin embargo, “el relato de este «primer linchamiento» no estaría completo si no se documentara la subtrama política que se teje por debajo de la historia”. Como lo relata Olabuenaga, mientras sucedían los hechos relatados en Fuente Ovejuna, Isabel la Católica y su sobrina Juana la Beltraneja sostenían una lucha de poder que acabaría ganando aquélla. Juana, sin embargo, siguió siendo reconocida como reina por algunos personajes. Uno de ellos fue justamente Fernán Gómez, mayor de Calatrava. La autora se pregunta si, más allá de una rebelión contra el opresor, los cabos sueltos no revelan más bien una vendetta política.
Además de un análisis pertinente que surge frente al gran vacío que hay en el estudio del tema, Linchamientos digitales es también una historia sobre superioridades morales y sobre personas cuya complejidad (cuya multiplicidad de facetas) ha quedado reducida a un solo acto o una sola oración.
Durante siglos, las ganas del mexicano de manifestar su “superioridad moral” se veían traducidas en su indisposición al linchamiento. Aquél era un acto atroz que, debido al racismo, cometían los estadounidenses contra las personas negras en el sur de su país. No obstante, durante el porfiriato, el pueblo mexicano sucumbió a tal práctica y la justificó. Hoy en día, con la web 2.0 y la transformación del mundo offline mediante los atributos del mundo online, ese acto no sólo es considerado viable, sino también aceptable, defendible, justo incluso.
¿Qué dice todo esto de nosotros? Cada quien tendrá su opinión, pero no hay duda de que a ella puede abonar provechosamente la obra de Olabuenaga.
Manchamanteles
Escribió Proust: “No hay hombre, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden” (A la sombra de las muchachas en flor, II). Los linchamientos digitales —alimentados siempre por la doble moral, que mira la paja en el ojo ajeno y no advierte la viga en el propio— desdeñan la verdad universal expresada por Proust. Ellos son capaces de convertir a un ser humano normal —psicológicamente complejo y contradictorio como todos, con aciertos y errores como todos— en nada más que un asesino, un pervertido, un ladrón, un idiota, etcétera. En el cuento “La otra muerte”, Borges presenta a un hombre que, tildado de cobarde por un hecho insignificante de su juventud, pasa el resto de su vida añorando tener la oportunidad de demostrar valentía. Mediante artificios fantásticos, Borges concede ese deseo a su personaje. ¿Será eso posible en la realidad? ¿Algún día los seres humanos habremos conquistado el derecho al olvido?
Narciso el Obsceno
¿Selfie? Los espacios más frecuentes para la toma de selfies son los baños, los vestidores y, en general, todo lugar con espejos, pues éstos nos ayudan frecuentemente a obtener la “superior imagen”. También se suele recurrir a sitios que establecen distancia con respecto a los otros, como los paisajes únicos e insospechados que nos permiten presumir nuestros viajes. La pulsión que ha generado la propagación de las selfies es profundamente narcisista, hija de una cultura del consumo que nos ha llevado a manifestaciones a veces patológicas.