sábado 23 noviembre, 2024
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«EL RELATO» No hables

 

—¡Mamá! ¡Abre, por favor!—gritó, insistente, Carmen. Ya llevaba tres horas pegada al timbre. 

Magdalena no tenía ninguna intención de abrir. Escuchó a su hija hablando con alguien y se sentó sobre la cama para escuchar mejor. Era la ventaja de vivir en ese pueblo, en ese conjunto de casas alrededor del lago y cercado por una barrera de sauces llorones: el silencio era majestuoso y cualquier sonido ajeno se escuchaba con nitidez.

Disculpe, señora, ¿ha visto a mi mamá?

—No, casi no sale de su casa, es lo normal—reconoció la voz chillona de la odiosa de Concha, su vecina de enfrente. 

—Es que le he estado llamando desde antier y no responde. Me da miedo que le haya pasado algo—“ay, qué dramática eres, hijita”, se dijo Magdalena ya recargada sobre la cabecera de madera, ordenando las cobijas para estar más cómoda. Carmen continuó explicándole a la vecina— Se supone que tiene que estar ahí porque quedé de pasar por ella para irnos de vacaciones.

—Uy, pues que raro—dijo con frialdad la vecina—yo ya hubiera estado con mi sombrero de ala ancha y mi blusa de flores, lista para ir—agregó con repentina animosidad. 

“Qué ridiculez”, respondió a la distancia Magdalena y tuvo que taparse la boca para no reírse imaginándola con ese atuendo. Respiró profundo. “Hazme el favor, yo, ¿de vacaciones?”, se preguntó con ironía. ¿Qué era eso? Muchachadas, nada más. Ansias de ir de un lado a otro para ver si uno podía ser feliz. Así, como si fuera un estado eterno, sin interrupciones. Puras tonterías. 

—Ay, nenita, me apena tu situación. Es que tu madre es muy difícil. A veces la vemos ahí sentada en su mecedora, leyendo, pero ni se nos ocurre hablarle porque ¡uy!, nos lanza unas miradas de muerte—aprovechó para quejarse.

Que molesta era Concha. Sí, que ganas de matarla. “Yo, difícil”, repitió Magdalena en un susurro, con la quijada tensa. “Yo, difícil, ¡caray! Y, ¿ellos?, ¿muy fáciles?”. Por supuesto que prefería un libro a los chismorreos y quejas constantes de su vecina. ¡Vaya!, hasta los artículos con recetas de cocina eran más interesantes. Se restregó los ojos llenos de coraje. Resopló y se volvió a hundir bajo las sábanas mientras Carmen decía que seguiría intentando. Que martirio.

Quedó muy formal en ir a Cancún, no tuvo opción. Su hija no quiso escuchar, por más que le dijo que esas cosas no eran para ella. 

—Mira, hija, a mí me gusta estar sola.

—Ay, mamá, ¿a quién le va a gustar eso?—refutó con una seguridad petulante de treintañera.

—A mí—respondió indignada, era ofensivo que la tratara como un ratón apestado nada más por no querer salir.

—Madre, lo dices por decir. No es posible que te la pases hablando sola o con Fausto, ¡es solo un perro!—y no siguió porque Magdalena enmudeció al otro lado de la línea. Quizá se excedió con ese comentario.

Fausto, su fiel rottweiler de pelo negro y brillante que no solo era confidente y amigo, sino que mantenía a todos los vecinos y curiosos a tres metros de distancia de la puerta.

—Sí—respondió al fin la ofendida—al menos Fausto respeta mi sentir y me acompaña en lo que quiero por absurdo que te parezca, hijita.

—Ya, mamá, perdóname. Lo que quiero es verte, soy tu hija y te extraño—remató sin más argumentos. Y lo logró. Carmen se puso feliz cuando su madre, con tal de no desilusionarla, aceptó salir de su madriguera. 

Pero apenas colgó el teléfono, Magdalena se arrepintió. Se vio con la arena pegada a la piel, sudando, escuchando música estridente de turistas y animadores de hotel, gritos sin sentido, risotadas vulgares, mientras ella y su hija, con el rostro enrojecido de calor e incomodidad, sacaban cientos de pesos para pagar por una bebida preparada con más pintura que fruta.

Imaginó, con verdadero terror, álgidas discusiones con el recepcionista, el camarero, el cocinero. Le parecía ver el rostro desesperado de su hija rogándole, “por el amor de Dios”, que ya se callara.

—¿Por qué tienes que ser tan directa, madre? ¿Nunca te enseñaron lo que es la cortesía?

—¡Ah! Ahora resulta. Cortesía es lo que a ellos no les enseñaron. ¿Qué hay de malo en decirles que el apagador no funciona, que el agua no está caliente, que la comida está fría? Hijita, por favor, ¿por qué tenemos que fingir estar a gusto si nos están tratando mal?

Ojalá su hija aprendiera eso. Ni siquiera era tan directa. Ya hubiera querido decirle lo mismo con relación al novio, al trabajo ese donde la tenían de esclava. Era penoso ver las que se tragaba con tal de estar “contenta”. 

—Sí, pero puedes decirlo de otro modo.

—¿Cómo? 

Era una pregunta sincera. Nunca supo la manera de matizar el enojo, la impotencia, la desilusión. Una pregunta que hizo tantas veces, a gente tan, tan querida. “No”, y manoteó al aire para deshacer la imagen del viaje, no haría eso. Por su hija. Porque no podría soportar su abandono, no el de ella.

Por eso le envió un mensaje corto y contundente unos días antes: “Hija, no voy”.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sacó un brazo por debajo de las cobijas, alcanzó los pañuelos desechables, se limpió la nariz, respiró y aguzó el oído. Nada.

Quizá Carmen se había rendido. La idea la hizo sonreír. Sintió el cuerpo inundado de paz. Por fin. Lo único que quería. Estar tranquila. ¿Eso era ser difícil?

Se dejó ir en el silencio, en la calidez de la cama, de la luz que entraba a través de la cortina semitransparente y caía sobre el piso de madera. 

¡Pum!

¿Qué era eso? 

Un segundo golpe cimbró la casa con un sonido sordo y fuerte. De un salto se sentó sobre la cama. El corazón le latió con fuerza. ¿Una bomba? Aturdida, intentó pensar. Eso era imposible. A menos que Concha fuera terrorista o alguno de los vecinos. Ya no se sabía. 

¡Pum!

La sangre se le bajó a los pies, sudó frío.

—¡Vamos, rápido!—escuchó la voz grave de un hombre. Pasos acelerados retumbando por la escalera. Palideció cuando tres bomberos entraron sin más a su recámara. Carmen, su hija, corriendo detrás de ellos, con ellos. 

—¡Mamá!, ¡mamá!—se abalanzó contra ella—¿estás bien? ¿Qué te pasó? 

—¿Qué me va a pasar, niñita? ¡Estoy bien!—alcanzó a decir con espanto y enojo. No tenía palabras para expresar la impotencia que crecía desde el fondo del estómago, quemándolo todo por dentro.

—Cálmese, señora, ahorita la trasladamos al hospital—informó el bombero, sin detenerse a escuchar, siguiendo el procedimiento tal y como dictaba el reglamento.

La colocaron en una camilla. Apretaron el cuerpo con los cinturones para asegurarse de que no la tirarían en el traslado, la levantaron y Magdalena se vio volando escaleras abajo, atravesando la puerta ante la mirada curiosa y asustada de los vecinos, Concha entre ellos.

Su hija subió a la ambulancia con ella. 

—Carmen—intentó comunicarse antes de que le pusieran la mascarilla de oxígeno.

—Mamá, mamita, no hables, verás que vas a estar bien. 

Magdalena la miró con profunda tristeza. Tenía razón. Mejor no hablar. Cerró los ojos y volvió a su encierro.

 

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