jueves 21 noviembre, 2024
Mujer es Más –
CULTURA VIDA

«CUENTO» Momotombo: mi cuerpo

 

Por Jeannette Gorn Kacman.

Julián me hizo el amor anoche con tanta fuerza que me recordó aquellos viejos tiempos en que nos íbamos a Casa Colorada, un hotel muy cerca de Managua. Hacía frío —bueno, menos calor que en Managua—, y, como decían los managuenses, iban ahí a refrescarse, Julián y yo íbamos a calentarnos; ahí pasamos nuestra miel en la Luna. Desperté con ese sabor de guanábana en mi cuerpo. “Diay, ¿qué te pasa? ¿Te dormiste, pues?”. Me fui a hacer pipí; seguía dormidote. “Jodido”, le dije, “y a vos ¿qué te pasa hoy?”. No se movió. Lo toqué a ver si tenía fiebre. No, estaba tibiecito como era él.

Mis padres y toda la familia vivíamos en San Antonio. Ellos decían que llegaron a Nicaragua porque en Rumania (ayer Rusia) se decía que en Nicaragua pasaría un canal, el que luego pasó por Panamá (error histórico). Mi cigüeña me dejó en la Panchota, con una madre que no quería ser madre, y, lo que es peor, nací con un lunar que me cubría media cara. Mujer y manchada; bueno, ni cómo ayudarme. Me escondieron una semana para que papá no me viera. Decían mis abuelas que, cuando me vio, ¡uy, uy, uy…! A mi madre tache por la familia de mi papá, y, bueno, ella no quería ser mi madre, y yo no quería ser su hija…

Con el correr de los años también se corrió la mancha. Mi cabello quedó diferente: de un lado lacio y peinable, del otro murruco (chino, muy chino). Ahí se corrió la mancha. Para que no se viera la pequeña huella que dejó en mi cara, me tapaban con mi cabello la catástrofe familiar. Cuando me dicen que tengo miopía y astigmatismo en ese ojo, yo pienso: “No, tengo chingaderitis”.

Crecí gorda y fea, y, aunque luego enflaque, el patito feo no se hizo cisne: se hizo lo que pudo.

Julián nació en Matagalpa, y, como consecuencia de la pobreza latinoamericana, para estudiar lo metieron a un seminario en Matagalpa, y, cuando tuvo que hacer los votos perpetuos, se salió. Le gustaban las mujeres, decía él.

Era costumbre de mi familia ir seguido a Matagalpa. Nunca lo vi. Quizá porque era muy joven o porque siempre andaba en las nubes, pero nunca lo vi. Habría dicho: “¡Qué guapo cura!”.

Los judíos se casaban con judíos. Un sacerdote era cosa rara, decía mi abuela, que fue esposa del rabino de un pueblo llamado Nueva Sulita. Tuvo siete hijos. Papá fue el penúltimo, pero, pero, pero… se convirtió en un “cabrón de cabrones”, al que amé, amo y amaré por siempre. Mi abuela, que era sabia, pero no culta, no entendía eso del celibato en los curas y las monjas. No hablaba español, y no había quien se lo explicara en yidis, rumano y ruso. El mayor problema de mi abuela paterna era con quién me casaría yo si no había candidato de mi edad (y “sin dote” menos).

Julián tuvo muchos amores. No se casó; será que se le pegó eso de que los curas no se casan. Era profesor de latín en la Universidad de León, que se ubicaba precisamente en León, a lado del lago Xolotlán, al frente del volcán Momotombo. Los estudiantes eran muy combativos, y de ahí salieron muchos mártires que murieron peleando contra el régimen somozista.

¿Usted cree en el destino? ¿Yo qué puedo decir? Nos fuimos a León a pasear, y que me enfermo. Desesperados, mis padres salieron a buscar un médico. No había médicos ese día, o papá no los encontró. Regresó con un maestro de latín que se llamaba Julián y le hacía a la medicina. Así lo conocí, como parte de mis delirios febriles.

Mi abuela paterna aceptó venir a América con los boletos que le compró el capo de capos: el tío David. Él había salido a buscar fortuna a Nicaragua; era el visionario de la familia y sabía que se venía el exterminio. Mi abuela reunió a su clan. “Hay que irse”, dijo. Ahí estaban sus sobrinos, sus tíos, su familia entera. La tía Saraí se quejaba de no poder ir; su esposo no quiso, lo que para la abuela le quitaba el derecho a la tía para partir. Ahí van los parientes en tercera clase del barco. De pronto llaman a la abuela: la tía Saraí se metió de “polizonte”. ¿Qué se hace en altamar? Coperacha para pagar el boleto de la tía. Yo amaba a esa tía: era tan vital… Ella dio por muerto a su marido; “vida nueva” se casó cinco veces. Tenía los ojos tan azules que brillaban como canicas; era dulce y llorona por su situación económica. Tenía dos hijos: Moishale, mi futuro marido, y Berta. A mi futuro se lo cargó la vida, porque lo metieron a un internado de curas en Diriamba. Me contestó una de mis cartas de suspiros y lágrimas de amor diciéndome que tenía mala ortografía. Fue demasiado: gorda, manchada, fea —en comparación, con mi mamá, que era tan hermosa. Sigo pensando que de pasiones mi madre no sabía nada. La recuerdo hierática, como una estatua muerta, sentada a la mesa.

Tenía una tía rara; Rujule se llamaba. Era como enana, y se decía a todas voces en secreto que cuando nació una hermanita se la llevó corriendo a la nieve, se le cayó y, ¡ay!, se murió. Era como una enana; hablaba y se le arrugaba toda su cara. Estaba casada con Dudole, que también era medio lumpen —descarado, porque exhibía que no sabía nada de nada. Tenían dos hijos feos: Bernardo y Leivale. Mi mamá odiaba a mi tía porque se hacía popó en todos lados, aun en nuestra tienda. Hoy creo que eran esquizofrénicos: se pegaban los esposos, se golpeaban los hijos, se golpeaban.

Un día llegó papá pálido, tan pálido que yo creí que se iba a morir. Le dijo a mi madre que Ismael Tetelmy se había ahogado en la laguna de Tiscapa y que era un suicidio, porque sabía nadar muy bien. Él era muy rico y lo perdió todo. Se suicidó, decían, para que a sus hijos y a su mujer les pagaran su seguro y no les faltara nada. ¿Y ahora qué? Si era suicidio, no lo podían enterrar más que junto a la tapia del cementerio, para que por todos los siglos su nombre gritara: “¡Dios dio la vida, Dios la quita!”. En fin, mi tío el millonario dijo: “Lo que por agua viene por agua se va”. Se le enterró como a un judío justo.

¡Ay, Dios mío lindo! ¡Qué rara gente vivía a mi lado! Y así, de historia negra en historia negra, pasaba mi vida.

¿Usted cree en el destino? Yo ya no sé. Resulta que mi amiga Belinda —que era goy (gentil) y, por lo tanto, sólo era mi amiga a escondidas— tenía un novio estudiando en León, quien la invitó a una fiesta de la universidad. Mis padres andaban de viaje, y mi nana me dio permiso de ir. ¡Guau!, sin calcetines cortos y delgada, pues había hecho una dieta que me mandó al hospital. Me compré un vestido negro con lentejuelas, me puse tacones y fui al salón. Bueno, ¡a todo lo que daba! Bailé y bailé; era cenicienta sin hora. Un joven no muy joven me sacó a bailar, un bolerito pegajoso, y, cuando acercó su cara, sentí que lo conocía desde que nací. Cuando estaba entre sus brazos viriles, me dijo: “Soy Julián, ¿y tú?”. Como para sacarlo de su acertada coquetería, “Me llamo Rosa”, le dije. A partir de ese día no nos separamos jamás. Me casé con un excura con ideas revolucionarias; ni de lo uno ni de lo otro yo sabía nada. Nos fuimos a trabajar a la universidad bicentenaria de León: la UNAN, fundada en 1812. Vivíamos al ritmo de estudiantes que siempre coreaban: “¡Somos universitarios!”, “¡Somos patria!”, “¡Qué hermoso es ser nicaragüense!”.

Mis padres y toda mi familia, al saber que me había casado, guardaron siete días de duelo sentados en el suelo, como si yo hubiera muerto. ¡Un excura, un tipo con ideas comunistas! Rosa murió.

Valió la pena morir simbólicamente: nací al amor y al sexo.

Julián y yo nos amamos dulcemente, pasionalmente. Fuimos amigos. Él era todo para mí. Tuvimos un hijo que vivía en Polonia. ¡Es rabino, Dios mío lindo! ¡Qué enredo de vida!

“Buenos días, Julián. Ya levántate”. Sonó el timbre. Era la señora que me ayudaba con los quehaceres de la casa. “Juana”, le dije, “el señor está raro”. Vino a nuestro cuarto, destapó a Julián y dijo: “¡Ay, Dios mío lindo! ¡El señor está muerto! ¡No respira!”. Lo destapamos, y, aun muerto, sudaba el calor nicaragüense. “¡Juana, pide una ambulancia!”. Yo me acosté junto a Julián. No podía estar muerto y yo viva… Nos habíamos jurado partir juntos.

En el hospital le hicieron la autopsia: murió de un ataque al corazón. “No estaba enfermo”, repliqué al doctor. “Sí lo estaba; él lo sabía”. ¡Dios mío lindo!, ¿por qué no me lo dijo?

El funeral llegó. Lo embalsamaron para esperar a su familia. Y van desfilando amigos revolucionarios, amigos curas. ¡Qué tropiezo de muerte y entierro! Llegan los curas; se pone la cruz. Llegan los revolucionarios; se quita la cruz. Así nos pasamos una noche. Me durmieron los rosarios y el incienso, ahí, a los pies de Julián. A la mañana siguiente llegaron los estudiantes con el puño levantado y corearon: “¡León puede ser abatido, pero nunca vencido! ¡Viva León jodido!”. Y, si no fue vencido, ahí mataron a Somoza.

Yo me fui con Julián: no quedó nada para mí.

 

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