Aunque no se crea o al menos se dude, el periodismo y la novela son géneros literarios. Así es. Algunos lo aceptan, pero proclaman que el primero es un género menor y el segundo, mayor.
Sea como fuere, el periodista y el novelista utilizan el lenguaje escrito para contar historias que buscan lectores. Unas son historias de hechos reales; las otras, productos de la imaginación. Ambas ofrecen información que intenta atraer y mantener atento al lector. Por eso, ambas –aunque no se crea así– deben ofrecer certidumbre, veracidad y verosimilitud.
Las noticias y las novelas deben ser creíbles. En otras palabras: la realidad y la ficción deben ser verosímiles para quien las lee. (Si alguien le interesa el tema, hay un pequeño libro de ensayos titulado Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa). El lector de cualquiera de ellas debe creer la historia contada, así sea que una es sobre hechos reales y otra tiene su origen en la imaginación o, al menos, la creatividad del escritor.
De toda la vida, los periodistas intentamos utilizar recursos de los llamados géneros de ficción para darles un toque literario a nuestros textos, principalmente a las crónicas y a los reportajes… casi siempre con resultados fallidos. También muchos escritores utilizan herramientas periodísticas (que necesariamente llevan a la precisión o deberían llevar a ella) para darle credibilidad a sus historias imaginarias y en ocasiones fantásticas y también fantasiosas. Las más increíbles historias literarias de Gabriel García Márquez, reportero y novelista, sustentan su verosimilitud y credibilidad en estructuras basadas en las técnicas periodísticas. Y todos se las hemos creído.
El problema es mucho más complicado cuando además de periodismo y novela se intenta hacer historia, que es una ciencia y no un género literario. Son, dirá el clásico del lugar común, palabras mayores, que para la mayoría se vuelven crípticas y un banquete para los iniciados.
“Por caminos divergentes, la historia y la novela histórica se complementan en la tarea de demostrar los diferentes ángulos de una verdad poliédrica. La historia dice ‘así fue’; la novela propone ‘así pudo ser’. El historiador aspira a la verdad objetiva, aunque nunca pueda alcanzarla plenamente, porque hasta el más imparcial lleva agua a su molino ideológico. Historiador de la vida privada de la naciones, como lo llamó Balzac, el novelista no aporta pruebas de las verdades que intuye (sólo percibe su reflejo en otra conciencia), pero la ficción le da mejores armas para entretejer el destino individual con el colectivo”, expone contundentemente el escritor Enrique Serna en la Posdata de su novela histórica El vendedor de silencio, publicada por Alfaguara, sobre la vida del periodista Carlos Denegri, un personaje prototípico de la corrupción mexicana, no sólo en el periodismo y en la política, sino en toda la sociedad, y también de la histórica (si la califico como cultural, me linchan) misoginia mexicana.
El reportaje, la crónica, la novela o el texto histórico se leen, cuando son interesantes, de corrido. El problema es cuando se comienza a tropezar con ese texto y saltan, como chapulines, datos que le quitan verosimilitud, si no es que certeza al relato. Datos que podrían parecer menores, pero que si el reportero, el novelista o el historiador no los conoce, se rebelan y atacan a la credibilidad de la historia.
El periodista, novelista y dramaturgo Vicente Leñero (practicante del ejercicio de escribir, diría él) era un obsesivo de los datos ciertos, certeros, creíbles, aquellos sin refutación. El escribidor ya lo ha contado en otras ocasiones: “¡No chingues, ¿qué clase de reportero eres? Te falta ese dato”. “Es un dato menor, Vicente”. “¡Por eso! Si tienes los datos mayores, debes tener los menores. Un reportero como tú debería saberlo”. “Sí, Vicente, lo consigo”. “Sí, pero ya…”
El escribidor lo recuerda porque está leyendo El vendedor de silencio, y apenas en la página 26 de las 477 de esa novela histórica se encuentra a Julio Scherer García fumando en la sala de prensa de Los Pinos. ¡Ah chingao!, piensa el escribidor: don Julio no fumó más que una vez en su adolescencia y terminó vomitando y nunca más fumó y Leñero lo relata en Los periodistas (otra novela sin ficción), en la página 117. La “licencia literaria” se vuelve absurda y, peor aún, destruye la credibilidad novelística. Imagine usted abstemio a Rubén El Púas Olivares en cualquier novela histórica, por llevar la comparación al extremo.
Y entonces el escribidor siguió leyendo con fruición, pero ya de manera precavida. Bueno (lo tiene que reconocer): buscando ya gazapos o dislates. Y sí, hay muchos más que atentan contra la verosimilitud de una historia básica para entender buena parte del siglo XX mexicano en lo que se refiere a la relación gobierno-medios de comunicación, a la corrupción gubernamental (sobre todo a través de las asignaciones directas de obras, tan vigente hoy como en ese tiempo) y a la misoginia de los mexicanos (viva y actuante).
Empecemos por lo cercano: Carlos Denegri no pudo ver en la antesala de Scherer a Vicente Leñero en 1968… porque el director de Excélsior y el escritor no se conocían, lo que ocurrió en 1971 por unas fotografías de archivo. Scherer y Leñero comenzaron a trabajar juntos en 1973, cuando ya Denegri estaba muerto a manos de su esposa.
Más de lo publicado en la novela: Ángel Trinidad Ferreira nunca fue jefe de Información de Excélsior. En 1967, en México no existía la muñeca Barbie, se llamaba Señorita Lilí y más tarde en 1972, dos años después de la muerte de Denegri, apareció el mercado mexicano Bárbara Parlante Lilí. Conchita Cintrón, por más que casualmente haya nacido en Chile, fue una rejoneadora peruana y eso lo sabe cualquier medio aficionado a los toros, decir que es una rejoneadora chilena es un aberración como decir que Carlos Fuentes es un escritor panameño o que Enrique Guzmán es un cantante venezolano. Peor: decir que en los archivos de Denegri figuraban wannabies, resulta increíble, porque el concepto fue popular a mediados los años 80 y fue utilizado por vez primera en 1981, según Wikipedia. Y otros más y hasta personajes confundidos entre sí y las ya casi inevitables, en esa posmodernidad, erratas.
¿Envidia? No (bueno, a lo mejor). ¿Ganas de joder? No. Ganas de creer que son lastimadas por errores en datos menores, que atentan contra la verosimilitud de una obra periodística, novelística e histórica de la mayor importancia si se quiere conocer una parte importante México de los años de 1930 a 1970.
Entonces, pese a los señalamientos, El vendedor de silencio de Enrique Serna –a quien el escribidor tiene, por si a alguien le interesa, como uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad junto con Juan Pablo Villalobos y Antonio Ortuño—debe leerse a la de ya, más si el probable lector es periodista o historiador o politólogo.
Es una historia para muchos lectores. Periodismo, literatura o historia, en cualquier caso es un género mayor. Tal vez al libro le faltó un buen editor, de esos a los que el menosprecio de los tiempos que imperan ha vuelto prácticamente inexistentes.