Cuando transitamos en la CDMX, somos dueños de la calle y a la vez hijos de nadie.
Veinticuatro horas al día y los 365 días del año, la CDMX es una auténtica jungla de asfalto, en la que millones de aguerridos automovilistas nos lanzamos a las calles dispuestos a todo. Choferes de transporte público, empleados de oficina, amas de casa… todos tenemos la imperiosa necesidad de llegar a nuestro destino sin importar sobre qué, o sobre quién pasamos. Somos depredadores, salvajes, irracionales, temerarios, dueños de la calle y a la vez hijos de nadie, anónimos, libres para infringir cualquier regla con tal de no perder ni un minuto.
Como si esta tribu sanguinaria no fuera suficiente, están además millones de ciclistas y motociclistas, víctimas y victimarios; abusivos en su condición de minoría, zigzaguean entre los coches, se suben a las banquetas, conducen en sentido contrario, no les importa si está el verde o el rojo, si es eje vial o calle de doble vía, si hay cruce peatonal o gente atravesando, no usan casco ni protección, traen niños solamente agarrados sin ningún tipo de cinturón, pero pobre del que les cierre el paso, del que no los vea.
Nuestra ciudad es un caos, está tomada por la prisa iracunda de los que creemos que el simple hecho de estar tras un volante nos absuelve de respetar a nada ni a nadie.
Todos los días hay cientos de situaciones en las que pienso que las cosas se hubiesen resuelto de manera sencilla y rápida, si solamente hubiésemos esperado nuestro turno, si nadie se hubiera dado la vuelta en donde no debe, ni hubiera avanzado cuando ya estaba la preventiva. Y no creo que sólo lo piense yo.
Quienes indignados tocamos el claxon y reclamamos a la persona que se quedó a la mitad de la avenida, somos los mismos que hacemos caso omiso del anuncio que decía prohibida la vuelta en “U”.
¿Podremos vivir o sobrevivir de esta manera? La ciudad vive su colapso, el parque vehicular rebasa los límites inimaginables, millones de personas salimos cada minuto de nuestras casas con destino a cualquier lugar a bordo de un vehículo de 2, 4 o más llantas. Además: semáforos descompuestos, obras, pasos a desnivel, puentes, arreglos de las calles, típicas de un gobierno que quiere entregar resultados para asegurar su pase a la siguiente candidatura. Todo ello hace literalmente imposible el tránsito por las principales arterias de la ciudad.
Un pobre agente de tránsito se juega la vida tratando de ordenar el paso, indicando quién tiene la preferencia. No existe sueldo, seguro ni prestación que justifique un trabajo tan difícil, y peligroso; respirando el humo de los coches, con las bocinas de los claxon retumbando en su cabeza y hace hasta lo imposible para, con un silbato y un guante blanco, organizar algún tipo de orden.
¿Cuál es la solución? ¿Seguiremos siempre haciendo responsable al gobierno y al resto del mundo de nuestro caótico proceder? ¿Somos víctimas o culpables?
¿Cuál es la salida en este laberinto? ¿Acabaremos todos enfermos de los nervios o peor, con algún expediente en la PGR?
¿En qué año de la formación escolar deberíamos enseñar a los niños normas básicas de convivencia? ¿O es un valor que los padres deben inculcar a sus hijos?
¿Cómo podemos hacer conciencia sobre algo tan simple? ¿Cuánto tiempo “perderíamos” realmente por esperar nuestro turno?
¿No entendemos todavía que la prisa nos lleva más tiempo, más esfuerzo y menos asertividad?
No pasa nada si dejamos pasar al que necesita salir a la lateral en vez de cerrarle el paso, si esperamos al siga en vez de aventarnos en la preventiva y quedar a la mitad de la avenida, si damos la vuelta en donde está permitido y no en donde todos vienen detrás. Si los ciclistas y motociclistas usan el carril especial para ellos y respetan los tiempos al igual que los demás, tal vez lleguemos antes y más tranquilos a nuestros destinos.