“Tengo más de cuarenta años y no sé qué hacer con mi vida”.
⎯Oye, oye, despierta. Aquí, presente.
⎯¿Qué? ¿Cómo?, ah, sí, aquí estoy⎯ respondí a mi propia voz cuando llamó mi atención.
No me permite que viaje a otros tiempos, a otros lugares que me reconforten o me sacudan. Insiste en que debo estar aquí. No sé para qué. A veces ella también se queda dormida y la invito a soñar con un pasado imperfecto:
“Si yo hubiera sido, si nosotros hubiéramos hecho” y ahí nos montamos en una inmensa nube de posibilidades.
⎯Sí, pero el hubiera no existe⎯ dice rompiendo con mi agradable martirio.
⎯Está bien, entonces pensemos qué vamos a hacer.
Se queda callada y espera el hilo de mi discurso. Silencio absoluto.
⎯Ajá, ¿y?
⎯Espérame, estoy pensando.
⎯Sí, te escucho⎯ invita de nuevo cuando el silencio se prolonga.
⎯Es que la verdad, no sé. Conjuguemos: yo seré…
⎯No, no; ya te dije, ¡qué necia eres! No tienes futuro y estarías mejor sin pasado. Así que atención: Aquí, Rebeca. Son las cinco de la tarde de un día soleado.
Tardo un poco. Sí. Tiempo presente, este minuto, sólo este segundo. Aquí estoy… yo estoy… estoy triste. Hago una pausa y mi voz me anima a continuar: “síguele, no importa, vas bien”.
⎯Yo quiero, te quiero, cuánto te quise, cuánto te quiero todavía.
⎯Ay, no por favor, ya vas a llorar otra vez. No entiendes, tiempo presente, primera persona del singular. ¿Está claro?
⎯Sí, sí, está bien. Otra vez. Yo trabajo en una editorial…
⎯Muy bien, ¿qué más?
⎯Yo trabajo y gano una miseria. Tengo más de cuarenta años y no sé qué hacer con mi vida. Yo quiero… quiero quitarme esta angustia, correr sin parar hasta cansarme…
⎯Momento, momento, ya veo a dónde vas. Conjugación de verbos más simples, los básicos, digamos algo así como comer, beber, dormir. Vamos, te escucho.
Me sueno la nariz. Respiro profundo e intento de nuevo.
⎯Yo como… cuando me da hambre, pero la verdad es que ya no tengo ganas; no duermo porque tengo insomnio desde hace 15 días y no bebo porque el doctor me lo prohibió cuando descubrió que mis intestinos son disfuncionales, los he paralizado de tanta tristeza, de tanta ansiedad.
⎯Ya. Bueno, dejemos el ejercicio, mejor ponte a leer.
Obedezco y saco el libro que recién me regalaron. Ese de los testimonios de las mujeres en prisión. Ese en el que me doy cuenta de que la reclusa soy yo en una cárcel más amplia, más violenta, más ruidosa, que es esta ciudad, este vacío que me acompaña a todas partes. ¡Qué suerte tienen ellas! Ya no tienen que exponerse a nada, al fin algo las contiene, alguien las cuida, al fin están en silencio y no con esta maldita voz que no hace más que torturarme.
⎯Pero tú no serías capaz de cometer un delito, así que no sueñes⎯ me dice con ironía, burlándose de lo que califica como “asquerosa blandura” disfrazada de bondad. Y continúa ⎯Yo te voy a conjugar el verbo: eres una cobarde, chantajeas cada vez que puedes, mendigas compañía, esperas que alguien te salve, eres una inútil.
⎯No sigas, por favor.
⎯¿Cómo de qué no? ¿Querías tortura? Te diré cuál es la tuya: vivir sin que estés presente, esa es tu tortura.
Me levanto del sillón en donde con ingenuidad pensé que encontraría un poco de paz. Doy dos vueltas por la casa. El estómago me arde. Voy de nuevo al pasado, a las oportunidades perdidas, a los errores cometidos una y otra vez, siempre los mismos. ¿No entiendo? ¿Por qué no entiendo? Tengo miedo, terror de volver a resbalarme en el mismo lugar. Ya no confío en mí.
Intento protegerme y recurro a otras imágenes. Fotos antiguas. Mi sobrino de enormes mejillas rosadas riendo a carcajadas. Sonrío; quizá haya esperanza. De pronto tengo una extraña, lejana y suave sensación de alegría, pero mi cerebro me traiciona y tu imagen aparece. Las comisuras de los labios caen y regreso a la tristeza, a tu ausencia, a la mía. Miro alrededor, como reconociendo mi casa. Hacía tanto que no la veía y aquí vivo.
⎯Te lo dije, aquí no estás. Me temo que no tienes remedio.
⎯Shhh, shhh.
¿Dónde he estado? Pienso entonces en el tiempo, el tiempo que amenaza con inmovilizarme, que me reta, me encara. Esconde una puerta. Hay un muro en mi cabeza que impide toda visión hacia adelante. Mi frente se impacta con la pared varias veces. Quiero deshacerme de la muralla, derrumbarla a fuerza, pero cada impacto produce un profundo dolor en el pecho. Y esta pesadez. Aspiro desesperadamente. Quiero sorprenderme a mí misma y conjugo de nuevo:
⎯Yo espero…
Una vez más estás aquí. Percibo tu olor, casi puedo sentir tu piel, me parece que te miro a los ojos. Manoteo un poco para que la visión se vaya. La espanto apenas. Sigo andando sin rumbo y me rindo.
Mi voz ya no habla. No reclama. Se da cuenta de que he aprendido la lección. Tomo la iniciativa y conjugo por última vez en presente simple perfecto: yo ya no estoy.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.