En la tierra seca caen gotas de lluvia. Es apenas una brisa húmeda que moja el campo y apacigua el polvo. Este pequeño milagro del cielo despierta el aroma de la tierra y el agua. Lo respiramos, inhalamos y exhalamos el aire impregnado con el perfume sagrado del terruño.
¿Por qué nos gusta ese olor? Quizás porque percibimos en él la promesa de la tierra y del cielo para alimentarnos con los obsequios preciosos que nacerán en la milpa. En ese terreno que los campesinos atesoran como el bien más valioso, empeñarán el sudor de su trabajo para abrir el surco y depositar las semillas multicolores hasta dibujar la figura de Xiuhtecutli, el dios de nuestros alimentos: el maíz, el frijol, la calabaza, los jitomates, los chiles y el amaranto.
El olor a tierra mojada es la promesa de la abundancia. Es el origen de los otros aromas que llenan la cocina: el vapor de una olla con tamales, de la olla con esquites, de la olla de los frijoles, de la tortilla cociéndose en el comal, del amaranto y de las pepitas tostándose en la plancha de barro y del jitomate reventado en el molcajete.
Pero para preservar esos aromas de nuestro sustento primero debe mojarse la tierra. ¡Y ay de nosotros si no vemos este milagro! Porque podemos perder su favor. Porque la tierra es generosa, nos permite labrarla, quemarla, cortar sus árboles, dejarla descansar. Pero se enoja ante la indiferencia de los macehuales, de nosotros los que vivimos de ella y que debemos procurarla, atenderla y honrarla.
Por ello y desde tiempos muy lejanos en nuestra tierra se celebra la pequeña punzada. Los viejos dicen que por la noche aparecen las estrellas del pájaro: un sartalejo de luces engarzadas que forman las alas, las patas, la cabeza y el pico fino de un ave que está atravesada por una línea horizontal trazada entre dos luceros.
Al paso de los días, las lluvias esporádicas mojan la tierra y es tiempo de la ofrenda. Los mayordomos, los sacerdotes y los rezadores de las comunidades indígenas acuden al corazón de la milpa para ofrecer incienso copal, olli, tortillas, tamales y pulque. Porque no podemos ser envidiosos con la que nos da el alimento. A ella también le gusta la comida y la bebida. ¿A quién le dan tamal que llore? Y se entrega con devoción, con rezos y oraciones. ¡Tierra bendita danos maíz y frijol! Que entre nosotros no haya hambre. Que pueda ver brotar la pequeña hoja verde de tus entrañas. Que crezca y dé jilotes. Que estos se vuelvan elotes con cabellos dorados. Que los gusanos me dejen algo de maíz al final. Llena mi coscomate de granos blancos, negros, rojos, azules, amarillos… ¡Somos tus niños! De ti comemos. Por eso recibe esta comida que preparamos para ti. Ten las tortillas del paño blanco, mira están calientitas. Y toma los tamales de la canasta, son de chile colorado. Te dejamos la ollita con frijoles. Y te doy de beber pulque y mezcal de los magueyes.
Y te prendemos unas ceras que cuidamos mientras seguimos rezando. Y aquí tienes copal fragante para que te deleites.
Además de estas letanías y regalos a la tierra en los árboles que crecen entre los tecorrales que dividen las parcelas se cuelgan trapos, listones, hasta huesos de serpiente, caritas de barro, para atraer al viento que sopla y barre el camino de la lluvia. Para que no se olvide de pasar por estas tierras.
Y hay otras formas de honrar al dios de los alimentos. Quizás la más importante es el trabajo. Por eso con estas lluvias comienza la siembra en los llanos. Pues el agua afloja el suelo y se puede comenzar a arar.
Para los campesinos trabajar la tierra es una forma silenciosa de oración. Se labra con devoción y angustia pues ¿se dará el maíz? ¿Dará fruto la milpa? Solo Dios sabe… Y por ello solo queda entregar el trabajo con cuidado, con diligencia para que cielo y tierra obren a favor de nosotros.
