Preocupantes signos de intolerancia en México, desde la visita de Trump se profundizan las diferencias.
Las últimas semanas para México han sido de pesadilla. La visita del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, detonó en niveles poco habituales la ira de la opinión pública nacional. También se registraron altos niveles de bilis colectiva por un artículo firmado por Nicolás Alvarado en el que se pitorreaba de él mismo usando la muerte de Juan Gabriel como pretexto perfecto para hacerse notar. La marcha organizada por una asociación de iglesias y creyentes en algo denominado “familia natural” encrespó a quienes creen que los matrimonios igualitarios son un reconocimiento a las libertades de cada individuo. En todos los casos privó la intolerancia en las partes que confluyeron en estos conflictos.
La indignación por la invitación del presidente Peña Nieto a Trump provocó la descalificación no sólo del mandatario, sino también de su invitado. Pocos, que no estuvieran en las nóminas del gobierno, su partido y sus satélites, aprobaron la decisión presidencial. Podría decirse que el hecho de traer a un extranjero que ha atacado al país y a los paisanos que viven en Estados Unidos era motivo suficiente para la reacción que se manifestó en redes sociales y páginas de periódicos y medios de comunicación masiva.
Pero nadie, en esos momentos, se detuvo a analizar los efectos en el corto, mediano y largo plazo del evento presidencial. Los insultos al mandatario fueron la constante. Desafortunadamente, la incapacidad para comunicar los motivos reales de la visita de Trump fue lo que generaró la intolerancia alrededor de ese evento. El artículo de Nicolás Alvarado, escrito para sí, causó una reacción pocas veces registrada. A pocos se les escapó la intención de Alvarado por pitorrearse de sí mismo, pero el error no fue el momento de la publicación de su texto, sino su intolerancia a lo que se llama cultura popular. Fuimos intolerantes con el clasista que manifestó su desprecio por lo que consideró estar por debajo de su exquisitez cultural. Lo peor es que siendo funcionario de la UNAM, en donde por la raza habla el espíritu, profirió su disgusto por JuanGa.
El enojo provocó la salida de Alvarado quien, soberbio, declaró que no nació para ser funcionario público. Eso quedó claro. Pero lo más preocupante fue que desde la cúpulas de las iglesias de México, principalmente la católica, se promovió una marcha primero con el pretexto de inconformarse con la iniciativa presidencial para reconocer los matrimonios igualitarios. Aunque después buscaron cambiar el sentido de la marcha al respeto y defensa de la Familia Natural. Se sembró un discurso de odio en contra de quienes tienen una preferencia sexual que no es precisamente la de un hombre y una mujer. No hay argumentos de quienes se oponen a la iniciativa presidencial que permitan poner en duda que a todos aquellos que viven en este país les sean restringidos sus derechos por el simple hecho de disfrutar el sexo con personas de su mismo género. La intolerancia de las iglesias y sus fieles puso en vilo la poca tranquilidad que tienen alguna zonas del país. Aún no entiendo las motivaciones de las jerarquías religiosas para promover el odio y la homofobia.
México vive una crisis humanitaria. También una crisis de valores. Mientras no aprendamos a respetar la vida de otros y sus preferencias políticas, ideológicas, sexuales o religiosas, estamos en grave riesgo de confrontarnos a la primera provocación, solamente porque el que está frente a uno no piensa igual que nosotros.