Pones el arbolito de navidad prácticamente tu sola, preparas ponche, envuelves regalos y estás pensando desde noviembre qué talla serás para el 24 y si valdrá la pena comprar un vestido o ya de plano empezar a usar los típicos blusones de la tía, que al final no eran tan mala idea, estarías cómoda toda la noche y no tendrías que preocuparte por la dieta hasta enero, o febrero.
Solo de pensar en el tráfico de diciembre, me hace anular de antemano cualquier entusiasmo por participar en alguna actividad que no sea estrictamente necesaria, es como si en este mes, todos decidiéramos salir a la calle al mismo tiempo, las luces de los automóviles opacan cualquier iluminación por extravagante y monumental que sea, los cláxones no dan chance a la reflexión mucho menos a La Paz interior.
Algún año me armé de valor y llevé a mis hijos a ver el “Árbol más grande del mundo”. ¿Se acuerdan? El que pusieron en Reforma, estuvimos tres horas en el carro, la única que lo vi fui yo porque era la única que estaba despierta, y eso a duras penas, de un humor nada navideño lo “admiré” como una hora más, el tiempo en el que logré dar la vuelta a la glorieta y regresar a mi casa cansada y de pésimo humor.
Recuerdo otra ocasión en que consideré buena idea llevar a los niños a ver Las Princesas sobre hielo en el Auditorio Nacional, está por demás decirles que no llegamos, el show ya llevaba una hora de haber empezado y nosotros no podíamos ni salir de Periférico.
Así me podría seguir con cualquier cantidad de intentos fallidos y frustrantes, en cierto modo dramáticos por intentar cultivar el espíritu navideño en mi familia,
Y por eso digo, “Uno no era Grinch, lo hicieron a palos”, cada diciembre una tragedia nueva, hasta que finalmente acaba uno o por empezar a festejar y hacer sus reuniones desde noviembre, o a encerrarse en su casa bajo cuatro cobijas y esperar estoicamente que acabe la temporada navideña, lo cual resulta prácticamente imposible si uno cohabita con otros semejantes y vive en algo parecido a una sociedad.
Entre prisas y disculpas va cada quien como puede sorteando los eventos y rogando porque el año que entra haya una ley que regule los horarios y distancias de los compromisos para no morir en el intento y participar de la manera más amable posible en cada evento, pero no, cada año hacemos el mismo juramento, salir con tiempo, no hacer más de un plan por día, no insistir o bien tener el valor de decir que no vamos a poder asistir y cada año lo olvidamos, ahí vamos todos de nuevo a aglomerarnos en las calles añorando nuestro sillón favorito y la tele.
Por eso somos mexicanos, porque pase lo que pase nos ganan las ganas por celebrar, por reunirnos, pretextos nos sobran, lo que queremos es vernos para darnos un abrazo que lleva esperando tal vez todo el año, para comentar las buenas nuevas, para recordar las viejas historias, cada diciembre atentamos contra la lógica y la fuerza gravitacional para hacer hasta lo imposible por llegar a la fiesta y por muy tortuoso que haya sido el camino, todo se olvida con el olor a ponche y el abrazo de bienvenida.
Así es que con más entusiasmo que sentido común damos el banderazo de salida y ponemos luz verde en nuestras agendas, siempre abiertas para apuntar un compromiso nuevo.
Ya en enero vemos, vemos cómo quedó nuestro bolsillo, nuestros nervios y nuestro peso.