La semana pasada escribí sobre el miedo que experimentamos de manera individual ante lo inevitable del cambio. Hoy me propongo hacerlo del miedo irracional que brota en lo colectivo. Ese que nos sucede cuando algo grande e incontrolable le sucede a nuestra colectividad, como un terremoto. En tales circunstancias reconocemos nuestra vulnerabilidad frente a las fuerzas naturales que nos rebasan, y surgen las actitudes solidarias para rescatar a los miembros de nuestra comunidad que han sido dañados por el fenómeno. Tuvimos un ejemplo claro de ello el año pasado con los sismos de septiembre. Ante la tragedia que nos ocurre, todos nos mimetizamos para darle cauce a las fuerzas reparadoras que nos permiten sobrevivir y restablecer el orden.
La manipulación facciosa de ese miedo colectivo genera sistemas de poder muy grandes. Por ejemplo: el rostro terrible del Pueblo del sol eran los sacrificios humanos que evitaban la muerte del astro de la vida. Y sabemos por las crónicas novohispanas que cuando sucedían catástrofes como los temblores y las inundaciones, los sacerdotes católicos aprovechaban para culpar a los pecadores de causar “la ira de Dios”.
Hoy en día estamos entrelazados en una red que utiliza esos miedos colectivos para mantener privilegios. Los antiguos griegos adjudicaban los temblores a la ira de Poseidón. Hoy sufrimos el miedo colectivo por “la reacción de los mercados.” Una abstracción fabulosa que nadie puede entender bien a bien, parecida a un monstruo sensible, caprichoso y reactivo que ocasiona el alza de las tasas de interés, el cambio de precios entre monedas del orbe y la caída de la Bolsa de valores; y así todos los que debemos dinero a los bancos sufrimos y los que tienen su dinero ahorrado en acciones bursátiles lloran por las pérdidas y los que necesitan dólares en su actividad cotidiana truenan. Y al parecer no hay nada qué hacer. Hemos deshumanizado a un grado tal la economía que ya no sabemos cómo resolver las reacciones de ese monstruo.
¿Es inevitable vivir atrapados en esa red sofocante? ¿No seremos capaces de reaccionar solidariamente ante el capricho de los mercados así como lo hemos hecho ante un terremoto? ¿Puede más el mercado que el movimiento de las placas tectónicas en el devenir humano?
En las colectividades indígenas de nuestro país las relaciones y actividades están en función del todo. Así, si una persona se ve enriquecida súbitamente ya sea por fortuna o por esfuerzo personal, la colectividad le impone una serie de obligaciones que lo llevan a gastar su excedente a favor de todos: le toca pagar los costos de la fiesta del barrio, ayudar en las obras de la capilla o parroquia, coopera en la escuela y un sin fin de pequeñas cosas que después de un tiempo lo vuelven a la medianía económica de la colectividad.
En nuestra urbanidad capitalista sucede lo opuesto: cuando se plantea un beneficio común en detrimento del beneficio de un individuo o ente, se utiliza la manipulación para explicar el por qué esa colectividad estará más amenazada que antes con esa decisión. Por ejemplo la reducción o supresión de algunas comisiones bancarias. A penas se hubo planteado y el monstruo colérico desplomó el tipo de cambio y la Bolsa con amenaza de además subir las tasas de interés.
¿De verdad estamos condenados a renunciar a nuestro sentido del bien común para mantener quieto al monstruo? ¿No podríamos voltear a esa fórmula de organización indígena para devolver el rostro humano y social a la economía? Sería muy provechoso para superar el miedo colectivo y la polarización en que vivimos.