Miles de migrantes hondureños, principalmente, y centroamericanos conforman una caravana que pretende llegar a Estados Unidos, sin más promesa que un trabajo prácticamente esclavizante, pero remunerado, sin ninguna opción más. Con el estómago vacío, las manos vacías y el alma vacía.
Saben que tienen un nombre porque así los llamaban sus padres, pero carecen de cualquier documento que avale su identidad, saben que son rechazados y que los espera la peor de las violencias en su camino; un camino largo, infinito, tortuoso; lo saben porque ya se los han dicho que vienen expuestos a todo y que prácticamente sin excepción serán violentados, abusados, separados y probablemente asesinados.
Saben también que en su destino final no los quieren y los acusan sin conocerlos de delincuentes y de ser parte de la escoria social, aún así no tienen más opción.
En sus países no hay nada para ellos, son la única esperanza de sus familias, lo poco que puedan mandar al final de sus extenuares jornadas será lo único con lo que sus padres, mujeres e hijos puedan subsistir.
La peor parte de su camino es México, en dónde los espera lo que todos llaman “El Infierno”, peor que a cualquier criminal los trataremos los que defendemos los derechos de los animales y del aborto.
El Presidente Trump amenaza con cerrar sus fronteras y hacer uso de cualquier recurso para impedirles el paso, ¿no sabrá que sus mismos coterráneos son los que los invitaron a venir para explotarlos en el campo y las fábricas?
No hay palabras para describir ni imágenes que le hagan justicia a esta desolación.
¿De qué estamos hechos los mexicanos?
¿De qué estamos hechos los seres humanos?
¿Cuándo olvidamos que somos miembros de la misma especie?
Pedimos equidad, valoración, ondeamos la bandera de la igualdad y la justicia.
Llamamos hermanos a los migrantes de nuestro país y de otros países lejanos.
Nos indignamos frente a las injusticias que ocurren en lugares que no conocemos o que pasaron hace décadas.
Vamos empezando a dar congruencia a nuestras palabras.