Por Jorge Lamoyi
Soñé que yo estaba sentado muy de mañana en el Parque de los Pajaritos, en la ciudad tropical de Villahermosa, en un país remoto que se llama Tabasco. Al tomar conciencia del sueño no sé qué hago en ese parque de mucho follaje y de diagrama chino, desde mi banca observo un centenario y enorme árbol de hule que despierta en mí nostalgias de antiguas edades y un sentimiento de respeto por el árbol que vio cosas pretéritas que yo no viví, sucesos que nunca serán míos.
La luz todavía amable del sol me saca de mis pensamientos, me pongo de pie, camino por la calle adoquinada de 5 de Mayo, llego a un edificio de dos pisos de fachada blanca, subo las escaleras, y me detengo frente a una amplia puerta de madera de pequeños ventanales, esperando el permiso para pasar de Payambé López Falconi. Lo distingo en un escritorio lleno de papeles sueltos, documentos diversos y escrituras notariales, libros de literatura, de historia, de etimología. Al notar mi presencia su rostro cambia el ceño adusto propio de una persona concentrada, una combinación de curiosidad y nobleza le encienden los ojos. Estoy allí, como tantas veces lo he estado, porque por fin, le digo, he conseguido para su solaz un libro que él no ha leído, que no tiene en sus múltiples volúmenes, sabedor de que nada le entusiasma tanto como las colecciones de refranes y proverbios, éste que llevo en la mano lo busqué en las más diversas y lejanas librerías hasta por fin encontrarlo. Se lo ofrezco, lo toma en sus manos y lee el título con lentitud y con el regusto de quien sabe y siente el placer infinito que otorgan las palabras hiladas unas tras otra hasta crear la sabiduría: Libro de palabras y dichos de sabios y filósofos sefardíes, de Jafudá Bonsenyor, publicado en Barcelona, por Río Piedra Ediciones. Me siento contento por haber encontrado un libro de refranes que Payambé López Falconi todavía no conoce. La satisfacción, los tomos y papeles, la página periodística llena de fotos de un pueblo macondiano que tuvo el genial e ingenuo atrevimiento de nombrarse Paraíso se convierte en un remolino que dispersa la totalidad de las imágenes. La certeza de estar en un sueño y no en la vigilia rompe el encanto: y entonces despierto.
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Mi primer recuerdo consciente con el licenciado Payambé López Falconi es de una noche de febrero de 1977 en que cumplo años. Estamos sentados en el Café Casino y él me extiende un libro de Alfonso Reyes, de título Anecdotario, publicado por la editorial Era, de portada ocre con leve tono dorado. Y escribe una dedicatoria en la que me dice con una gentileza –sí, lo debo escribir con un reconocimiento generoso– que soy un joven que ya sabe pensar. Guardo ese libro y lo empasté en piel para que dure cien años más; en ocasiones, leo de nuevo la dedicatoria, recuerdo la edad en que lo recibí y me doy ánimos: si yo, así haya sido torpemente, podía conversar a los 14 años con Alfonso Reyes, puedo seguir puliendo mis virtudes y disminuir el catálogo de mis defectos ahora que soy un hombre que ha atesorado un buen número de experiencias.
Aquella noche estamos en el Café Casino y yo recibo el don mágico del libro, es decir, del conocimiento de manos del licenciado Payambé –que es el nombre con que la gente a mi alrededor se refiere a él– porque es compañero habitual de mesa de mi papá Sebastián Lamoyi Ulín. A las 7:30 de la noche en la esquina de Juárez y Lerdo en el centro de la ciudad, en la esquina donde mi papá tiene su oficina se reúnen el arquitecto Víctor Pastrana Mondragón, y en ocasiones de fortuna, el licenciado Antonio Ocampo Ramírez, quien me demuestra mucha simpatía. Este hábito se sucede de lunes a viernes. Ahora, me doy cuenta que es también un rito de amistad, de festejo cotidiano por el gusto de convivir y conversar. Es sólo media hora, yo que soy el más joven de la mesa, apenas tengo idea del privilegio dispensado.
Pasaron y siguen pasando los años, el Tiempo, –el gran escultor- al igual que la corriente del río Grijalva, no se detiene; todos fluimos en su corriente. Y en ese fluir he seguido compartiendo conversación y libros con el licenciado Payambé López Falconi. Una de mis deudas intelectuales que le debo es que gracias a él superé el prejuicio arrogante de desdeñar a los autores españoles. La última barricada de ese prejuicio cayó una mañana en que puso en mis manos La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender, que es una novela sobre el poder y su locura. La disfruté grandemente, y añadí a mi escasa sabiduría una idea práctica que desde entonces uso: al hombre de poder, o que ejerce un poder, cuando ya perdió la cordura y se separó de la realidad no se le debe decir la verdad, así él insista en oírla. Él ya no es él sino es otro. La irrealidad lo posee. La escena la recuerdo así: Lope de Aguirre, el conquistador poderoso, va perdiendo el poder y llama a su consejero el monje Pedrarias, y le pregunta en la soledad de sí mismo- Pedrarias, dime la verdad. ¿Estoy enloqueciendo? Su consejero o asesor le responde: –Capitán Aguirre, soy demasiado viejo para saber que hay verdades que no se pueden decir ni en público ni en privado. ¡Esa es una lección de la política!
En su propio despacho le devolví a Payambé López Falconi su ejemplar. Poca gente devuelve los libros prestados, y no los devuelven los más, por la vergüenza de confesar que nunca los abrieron. Da alegría prestar un libro y que lo devuelvan leído. Esa acción crea un vínculo. El caso es que ya superado el prejuicio de lector con los autores peninsulares, le pedí me prestara los dos tomos de Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela, con los que me regocijé.
Estas lecturas me llevaron a leer a Benito Pérez Galdós y me reconciliaron con Pío Baroja, con son para mí, en la actualidad, autores de cabecera. Escribo con agradecimiento que Payambé López Falconi fue la llave que me abrió la puerta de un mundo de lenguaje, de giros idiomáticos nuevos, de sintaxis ordenada y a la vez creativa, y de adjetivos y sustantivos nuevos que colecciono siempre con un inédito placer. Con estos grandes escritores que tanto criticaron a España, su patria, he aprendido a comprender, y por lo tanto a amar, la parte hispana de mi personalidad cultural. Esto no le gusta a la mayoría de la gente en México, pero yo lo escribo con conciencia. Reconocerlo me libera y enriquece.
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Un sábado, como tantos otros, fui al Café Casino y encontré en una mesa a Lolijá López Falconi, el hermano del licenciado Payambé. Loli, como le dicen sus amigos y yo mismo, está tomando la cerveza del mediodía y me uno sin preámbulos a él. Por mis pensamientos no pasa la idea de que este café algo destartalado, de mucho bullicio, de meseros risueños y algo pícaros, de mesas maltratadas de formaica color café claro, en que además sirven unos deliciosos tamalitos, algún día pueda desaparecer. ¡Está demasiado consolidado! ¡Nos pertenece a quienes lo frecuentamos! ¡Su naturaleza es inmutable y de puertas abiertas! Ese sábado Loli está muy conversador. Su rostro redondo, sus ojos vivaces se encienden al narrar la historia de su pequeño cine itinerante en Paraíso, pasajes de su vida en Mérida, unas cejas muy pobladas, entre otros rasgos le distinguen con facilidad hasta hacerlo inconfundible. Su buen humor y buen natural, lo hacen grato. Años después evoco ese sábado cuya fecha precisa no es necesario recordar, aquella conversación que tanto me interesó y que tanto me hizo reír –debo decirlo- no se perdió del todo: la convertí en memoria. Una duda que todavía no resuelvo: ¿A dónde fueron a parar todas las conversaciones que tuvieron lugar en el Café Casino?
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Con los amigos con quienes trabajo y convivo escucho con atención cuando en el diálogo traen a escena un refrán para reafirmar sus dichos: es su paremiología personal, es decir, es la sabiduría personal que cada uno posee y con la que construye su idea de la vida. Wikipedia nos da una buena definición: “La paremiología es la disciplina de la lingüística que estudia los refranes, los proverbios y demás enunciados sentenciosos de diferentes idiomas y culturas.”
Preciso lo anterior porque Payambé López Falconi colecciona refranes y proverbios, imagino que desde que estaba estudiando en la UNAM la carrera de abogado. El hombre que tiene vocación para la sabiduría, la busca desde sus primeros tiempos. Sus estudios de Derecho los finalizó el 28 de enero de 1959, durante la rectoría del Dr. Nabor Carrillo. Tuvo el privilegio de tomar clases en la recién estrenada Ciudad Universitaria construida por el alemanismo; estoy seguro que en sus mañanas de clases vio muchas veces la estatua del presidente Miguel Alemán que en los años 60 decapitaron los rebeldes con una potente carga de dinamita.
Para un tabasqueño nacido en la década de los años 30 tuvo que ser un privilegio de vida estudiar en la ciudad de México. Despertar en una ciudad de aire límpido y sol templado lleno de cortesía, después de una infancia en Paraíso, -un pueblo costero de Tabasco- en el que a las 10 de la mañana el sol ya está incendiando el paisaje y la soledad primigenia de los primeros tiempos de la creación del mundo. Tuvo que ser un don convivir con aquellos grandes maestros universitarios, recorrer CU en sus primeros años, y sobre todo, vivir la vida cotidiana en una ciudad que sólo es posible recuperar en los filmes de aquella época en que la realidad no era a colores sino en blanco y negro. La Ciudad de México que fijaron en eternidad las fotos de Nacho López.
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En una de mis últimas visitas en su despacho de notario, el licenciado Payambé me regaló una plaquette que contiene sus refranes preferidos. Digamos que una antología en la cual muestra una parte de su paremiología cultural. Es breve compendio y afortunada síntesis de sus temas. En la portada aparece sentado en una mecedora concentrado en la lectura de un libro cuyo título no se alcanza a distinguir.
Ahora que leo los refranes recibidos con mayor fuerza reafirmo que todos los tabasqueños que he conocido de la generación de los años 30 nacidos en Tabasco eran personajes. Lo eran para el bien y para el mal. Mi propio padre perteneció a esta generación de notables y admiro la actitud y, valga el oxímoron- la rústica sabiduría que los convirtió en sobrevivientes de un macondo amargo, selvático y fluvial que amenazaba siempre con devorarlos. Cuánta orfandad pasaron en el país remoto que fue y es todavía Tabasco. Sin embargo, Payambé López Falconi se construyó a sí mismo por el milagro de la conciencia que, -tomo la idea de C.G. Jung- no es otro que el milagro de la cultura.
¿Cuántas mañanas y atardeceres ha vivido un hombre que nació en 1932? Dice un dicho cuyo hallazgo debo a una novela española, que: “No es menor milagro el despertar que el resucitar.” Esa frase encierra una idea de la vida.
Con la suma de todos los amaneceres es que se construye el mundo personal, pero con la conciencia añadida. Sin conciencia no existe nada que tenga trascendencia. Pienso eso mientras el licenciado Payambé busca otro ejemplar de sus Refranes para un amigo mío. Lo observo en su figura tan familiar: el pelo cano y firme, el rostro levemente afilado, los anteojos para su vista cansada, las manos finas que delatan el paso de los años, la guayabera blanca y sencilla. No puedo evitar pensar que de la mesa del Café Casino, en la cual departía mi papá, y de la que formé parte como joven tolerado, es hoy el único sobreviviente. Cuando renuncio a la racionalidad rígida de los tiempos modernos busco respuestas en mi Astrología terapéutica de Esteve Carbó, y en el análisis de las cartas astrales de los nacidos bajo el signo de Acuario se lee que tenemos el privilegio de decidir hasta donde queremos avanzar por la vida humana, y estamos siempre protegidos en una fortaleza inexpugnable que se llama vida interior. ¡Oh privilegio de las cosas mayores! Así que abro mi Refranero de Payambé López Falconi y elijo un refrán: “Desde los tiempos de Adán, unos calientan el horno y otros se comen despacio el pan.”
En el sueño diurno, sentado en el Parque de los Pajaritos hojeo la colección de Refranes. Estoy cobijado por el inmenso árbol de hule que no deja de impresionarme con sus centenarias raíces y la copa amplísima y desbordada. La sombra del árbol me protege. Es venturosa la conciencia de la aventura humana.