Corría el año de 1983. Sin saberlo ni proponérselo, mi papá nos regaló a mis hermanos y a mí, el privilegio de conocer -por casualidad- un remoto y virgen paraje del Sureste mexicano, que a los pocos años habría de convertirse en el destino estrella del país: Cancún. Aquel pueblo más parecía caserío que ciudad.
El propósito ese verano era acampar en Catemaco, Tabasco, Campeche, Yucatán y Quintana Roo. En este último visitamos Chetumal, Bacalar, Mahagual y la solitaria pirámide de Tulúm, donde alrededor no había nada de infraestructura como hoy (trenecito, tiendas, cafés ni cajeros). Los autos llegaban al pie de la ruina maya.
Un amigo de mi papá -Pipo- tenía un restaurante en el municipio de Benito Juárez (nombre oficial de Cancún). Estando tan cerca, mi papá se animó a visitarlo, con todo y que el lugar aún era casi un pueblo pesquero.
Han pasado 35 años y todavía recuerdo el azul intenso que dominaba en el cielo y en el océano de ese sitio despoblado, paradisiaco, entre el mar y la laguna. Me impresionó el virgen Xel-ha, cerca de ahí, con miles de peces (ahora no hay ni la mitad de cardúmenes de entonces).
Tres décadas después el destino agoniza. Lo he visitado muchas veces y al regresar, veo un deterioro acelerado, no sólo por el exceso de edificaciones y visitantes, que junto con los miles de nuevos pobladores, sobreexplota a la región. Varilla, cemento y población flotante, avanzan sobre la selva.
Playa del Carmen es el municipio que más crece en gente y extensión cada año. En su Quinta Avenida la sensación es de zozobra, llena de dealers ofreciendo droga mientras las familias transitan a su lado comiendo helados.
Dos mundos cohabitan: el rosa de la beautiful people y el negro del narco. Cuando se entrecruzan, alguien muere.
Vi locales abandonados y escuché historias de negocios que cerraron, ante la creciente extorsión de delincuentes, que cobran por protección. Esto, aunado a las balaceras recientes en la región.
Las playas están atestadas de sargazo, esa planta fétida que el océano expulsa y que se ha multiplicado por el cambio climático. Las olas hoy se ven turbias, color ocre, pestilentes por tanta hierba que lleva meses ahí, lo que ha disminuido la ocupación hotelera.
También en las playas se asoman miles de costales de arena, esa que en la época de Vicente Fox se colocó para rellenar las playas del Caribe mexicano, luego de que un huracán las vació.
Imagino lo decepcionante para un australiano o un europeo cruzar medio planeta para venir a asolearse en semejantes condiciones. Más aún para un mexicano ver cómo nuestro destino estrella se deteriora, por culpa de gobiernos corruptos como el de Borge, que desmadró al estado que juró servir.
También es culpa de orates como Trump, que al negar el cambio climático nos condena a sufrir el cada vez más abundante sargazo que afecta a todo el Caribe -entre otras calamidades- mientras USA se sale del Acuerdo de París, firmado para frenar el calentamiento global.
Soy pesimista como Leo Suckerman, que el 7 de agosto publicó en Excélsior la impresión de sus últimas vacaciones (“La gallina está muriendo…”). La nostalgia por aquel viaje de mi infancia desfallece ante esta historia de terror.
Hoteleros, restauranteros, aerolíneas, tour-operadores, deberían hacer un frente común o colapsará la región.