Para: Diana, Paco, Diego y Rodrigo, mis amados hijos
Por: Cut Domínguez
X: @cut_dominguez
Mi casa, la casa de ustedes, como acostumbramos decir con franqueza en provincia, para beneplácito de huéspedes y anfitriones, estaba acomodada en los pliegues de una pequeña loma de un pueblo guerrerense, que tiene la gracia de llamarse Tierra y, como imitación del alma de sus habitantes, apellidarse Blanca. De ella recuerdo las más cálidas noches que ha saboreado mi piel; así como como los nardos y plantas de nochebuena que cultivaba Teresa, mi madre. El dormitorio, si así se le puede llamar a un cuartucho de adobe, techo de dos aguas coronado con teja rojiza, dos ventanas encontradas; una miraba a un extenso patio con manglares y platanares, más allá algunos sauces y ciruelos. La otra daba a un corral de leños torcidos, prietos, que por la forma de abrazar a una frondosa buganvilia guinda, nunca dudé que estuviera enamorado de ella. Era en este segundo mirador, iluminado siempre por un cielo azul, que hasta hoy se viste de estrellas para salir de noche, tomaba mi mano para dejar escapar mis sueños de niño.
Cuando el sol dormía, el panorama de mi pueblo era un poema. El esplendor de aquellos luceros tintinaban porque creí que respiraban y se movían con vida propia; los imaginaba como pequeñas embarcaciones en una inmensa laguna. Quién lo diría. Esa casa, mi casa, de todos, del universo, es ahora apenas una pequeña mancha parda trepada en una loma agreste y como en un acto de venganza por el paso del tiempo a la que ha sido sometida, se ve acurrucada ante ese cielo claro hace más de setenta años. Las masas de barro y zacate que antes fueron paredes resguardan las ánimas de algunos muertos y un vivo: yo, junto a mis fantasías.
Algún vecino me confió el comentario que don Goyo, nevero célebre en Teloloapan, la población más cercana a Tierra Blanca, hizo a mi madre “Oye parienta este mocoso casi no tiene nariz, está chato”, cuando apenas sumaba yo seis meses de edad. Tal observación, me identifica hasta la fecha entre familiares y amigos con el de apodo de Chato; así que se le llegué a dispensar el sobrenombre a aquel Santa Claus de sombrero y huaraches, cuya nieve de chocolate con el tiempo llegó a ser mi favorita.

Opuesto a Tierra Blanca, a donde se llegaba bajando por un camino real, algunas veredas bordeadas de huizaches y cacachuatales, Teloloapan, podíamos decir, era una población de altura; misma que a su iglesia, cerca del Palacio Municipal, plazoleta y tiendas varias, se arribaba por empinadas calles empedradas. Allí, la chamacada de entonces nos servían como precisos y preciosos toboganes de nuestros vertiginosos bólidos, en que se convertían unas viejas tablas, embadurnadas con cera de veladora, no tenían otro encargo que resbalar lo mejor de alegría y emoción de los chiquillos de la misma edad; sin embargo, fue en Tierra Blanca donde se juntaron el hambre con las ganas de comer. Tan pronto llegaban las vacaciones, montaba el burro que tenía mi abuelo Alberto y arriaba con él -con el burro, mi abuelo arriaba conmigo-, hasta donde ya esperaba la abuela Julia con tortillas de nixtamal, frijoles de olla, cecina de venado, queso de aro, salsa molcajeteada y a veces un genio de la tiznada.
En ese pueblo pequeño, como barquito de papel, ayudé a sembrar fríjol, pizcar maíz, cacahuate, calabaza y cortar leña, entre otras tareas, propias del lugar y de aquel tiempo. Luego de cumplir dichas labores. El gozo; a recorrer potreros y cerros en el lomo de mi caballo, “El Gacho”, cuya oreja derecha lastimada no le impedía retozar conmigo. Nadar en sus arroyos y treparme en las ramas de guayabos o ciruelos para recibir sus frutos, así como amparar mi descanso, fueron también regalos de Tierra Blanca.
En plena siembra de fríjol, los cuervos aparecieron en un extenso llano para rascar y sacar la semilla. Esto significó un serio problema. De modo que mi abuelo tuvo la genial idea de nombrarme “cuida cuervos”; no obstante, preferí el título de “cuida estrellas”. Es decir; mi encargo consistía en impedir la extracción del fríjol y para ello me instaló una improvisada cama con manojos de zacate de milpa sobre un árbol. Ahí me quedé toda la noche a la espera temprano de los alados saqueadores. Ah que mi abuelo tan ingenuo. Como era de suponer, fracasé en tal encomienda; en la de mi abuelo, que no el mía. Viví horas mágicas. El cielo fue seductor, poético, con su cobija de estrellas y mi energía casi se agota en los momentos que pasé ejercitando uno de mis grandes placeres: mirar el infinito y soñar como lo hago hasta ahora. En no pocos instantes recordé una frase de mi abuelo, “La vida es un instante, sonríe y vívela”.
Aunque el deleite respirado en el paisaje de Tierra Blanca, mi ánimo decaía apenas me encontraba frente a cualquier desconocido y en un espacio que no fuera el llano. Mi timidez rayaba en el sonrojo fácil e incluso en el gesto huraño, gruñón. “A veces se pone arisco, parece un cabrón lobo”, escuché refunfuñar más de una vez a mi madre. No recuerdo muchos amigos en la escuela a excepción de mi primo Apolinar, “El cometa”, quien se aparecía en clase cada quince o veinte días. Una facha de despiste y malhumorado denunciaban en mi cara pecosa cierta desconfianza que aumentaría con el tiempo.
Si bien la Navidad no me acercó regalos y paseos como fue el caso de otros chamacos, en cambio la inmensidad del campo, cobijada con los atardeceres malva logró que practicara dos de los milagros de la condición humana: amar y conversar. Él y yo conversábamos; esto es, conversaba conmigo o, más aún, me conversaba a mí. De igual manera, amé los sábados de gloria con sabor a feria y canutos de mil sabores; saboreé el mole de la tía Angela, aplaudí el buen rejoneo del tío Pancho, simulé sorpresa con las historias poco creíbles de Celerino, el peluquero y amé -y amo-, los relatos y consejos de mi abuelo.
Después de un atardecer, luego del quehacer cotidiano, con voz apacible, bonachona, me llamó y dijo, “Ven Chato siéntate junto a mí ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande?”, preguntó. “Quiero escribir historias”, respondí. “Para eso tienes que leer mucho y ser bueno para la escritura”, agregó. Dejó escapar una leve sonrisa a manera de aceptación. Un halo de agitación recorrió mi cuerpo de los pies a la cabeza; sabía que estaba, como otras veces, frente al monumento de la plática, el buen sermón.
Enseguida continuó. Cuando ya no estemos en este mundo, las personas que nos han querido en la vida o sienten algo por nosotros; así como, los que nos recuerden significa que viviremos. Mientras ande por ahí alguien que le cuente a otra gente cómo éramos, cómo sentíamos, que sueños teníamos y cuáles logramos cumplir viviremos mijo. Mientras ande por aquí o por allá un fulano o una fulana que nos nombre con cariño, en cualquier momento, seguiremos viviendo. Recuerda eso toda la vida, el amor y los sueños son inseparables. Por eso los que sueñan de día aman tanto o más que los que sueñan de noche, añadió.