viernes 03 mayo, 2024
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COLUMNA INVITADA:  ¿Impunidad en casa?

Por. Marisol Zúñiga

@Soleildeplomb 

 

¿Somos corresponsables de la impunidad que impera en este país? Seguro a muchas personas les da escalofríos si quiera pensarlo, pero vale la pena preguntarlo.

Las cifras nos rebotan al rostro como reproche cotidiano: de acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, más del 90% de los delitos que se cometen no se denuncian. Además, las instituciones no responden como se espera, lo cual reduce al 1 % la probabilidad de que un delito se esclarezca.

La percepción de que los delitos que se cometen en este país no tienen ninguna consecuencia, genera y refuerza una cultura de impunidad en el que se espera el silencio de las víctimas por miedo y por la evidente falta de justicia; la omisión y olvido de casos gravísimos de violaciones de derechos humanos y finalmente, genera una tremenda desesperanza.

El concepto “impunidad” como lo conocemos, refiere al problema estructural cuya responsabilidad recae en el Estado como encargado de garantizar el acceso a la justicia y a la seguridad pública, sin embargo, a manera de reflexionar más profundamente sobre el tema, podríamos preguntarnos ¿cómo y dónde se genera y sostiene la impunidad social? Y en ese mismo sentido ¿las y los mexicanos podemos tener inferencia para modificar la llamada “cultura de impunidad”?

Pensemos de forma particular en las violencias que nos atraviesan a las mujeres a lo largo de nuestras vidas, que, de acuerdo con datos del INEGI (2021) el 41.8 por ciento de las mujeres de 15 años y más manifestó haber vivido alguna situación de violencia antes de cumplir 15 años. Además, muchas de esas violencias suceden en el hogar, propiciadas por familiares o personas conocidas, por ejemplo, las principales personas agresoras sexuales de las mujeres durante su infancia fueron una o un tío (20.8 %) una o un primo (17.4 %) y un no familiar vecino, conocido (15.8 %)

Ante estas lamentables cifras necesitamos reflexionar sobre lo que sucede dentro de las familias cuando se detecta un acto de violencia contra las mujeres. Muchas de las experiencias comparten un común denominador: el silencio. Prevalece la pretensión de que la víctima “no incomode” a la familia y la percepción que predomina suele ser precisamente de impunidad.

La palabra impunidad proviene del latín impunitas que significa “sin castigo”.  Más allá de la connotación punitiva del concepto, intentemos pensar cómo se puede modificar esa lamentable realidad en la que parece “que no pasa nada”, que los agresores no tienen ninguna consecuencia por sus actos y en el peor de los casos, las familias los justifican y/o los protegen.

En este punto cabe retomar algunos de los valiosos aportes proporcionados desde el feminismo. Por un lado, cabe retomar que “lo personal es político”, de tal forma que, todo lo sucedido en el espacio que consideramos privado es político, y es precisamente en ese espacio en el que lamentablemente se generan, se promueven y se sostienen la impunidad, la injusticia y la revictimización. Sin embargo, es también en ese espacio donde se puede inferir para su erradicación.

Por otro lado, el feminismo ha venido a cuestionar la tradición del silencio y la omisión, siendo precisamente las mujeres feministas las que, ante situaciones de violencia machista sucedidas dentro de las familias, hacen preguntas incómodas, colocan el reflector en los conflictos y promueven otras posturas políticas ante estos. 

Lastimosamente, el señalamiento, el juicio y el exilio de las mujeres que alzan la voz, inicia en la institución de la familia. Es en ese espacio donde empieza a tejerse la injusticia y desigualdad que prevalecen en otras escalas sociales, donde se pretende que “el tiempo” o “dios” se encarguen de reparar el daño, y literalmente se le da “carpetazo” a los casos. En casa, las mujeres enfrentamos la tradición, los sistemas de creencias que aluden al “perdón” de una forma distorsionada, y paradójicamente, la víctima termina siendo la responsable de reparar el daño por medio de terapias individuales y otras medidas; mientras al agresor nunca se le realiza ningún requerimiento de reparación o algún cuestionamiento.

Por ello, dentro del sistema familiar también se requiere una acción colectiva, un posicionamiento político claro, congruente y contundente a favor de las mujeres, a favor de una vida libre de violencia e impunidad. Es apremiante, sobre todo, generar un pacto político a favor de la justicia en el que se le hagan preguntas incómodas a los agresores, en el que se deje de actuar “como si nada hubiera pasado”, en el que ya no se obligue a las víctimas a continuar sosteniendo una relación cercana con su agresor o el agresor de otras mujeres de la familia. Un pacto en el que ya no quepan las creencias patriarcales que sólo generan más revictimización y violencia contra las mujeres.

La revolución inicia en las familias. No se trata sólo de la autoconciencia de las mujeres, las terapias y la protesta. Se requieren aliadas y aliados dentro de las familias, que les crean a ellas y que sus vidas importen, lo cual se traduce en acciones como reprobar la violencia ejercida por sus agresores, que se les cuestionen sus prácticas, que se hable de lo que sucede y se advierta del riesgo a otras miembros de la familia; que se abandonen esas tradiciones que se sostienen en detrimento de una vida plena y de los derechos de las mujeres y las niñas. En el que no se pretenda “aleccionar” a las mujeres que se atreven a alzar la voz.

Basta del silencio, de tibieza y de impunidad en los hogares, eso sí que nos compete.

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