Por. Boris Berenzon Gorn
En pleno mes del orgullo LGBTIQ+, cuando ya nos hemos acostumbrado a mirar por todas partes el arcoíris que recuerda la celebración de la diversidad y las identidades, nos preguntamos cómo es que se está borrando el color de los espacios urbanos y por decreto. Las medidas para “el orden y la disciplina” que recuerdan irónicamente al “orden y progreso” porfirista que desató una revolución, son el ejemplo perfecto de cómo el poder busca la negación de las sociedades imponiendo sus conceptos de manera coercitiva.
El asunto no es menor y trae a cuento la reflexión crítica con respecto a los importantísimos conceptos de cultura y arte. La cultura fue vista como resultado de la visión cientificista del “progreso” y la llamada cúspide de las “civilizaciones”, “alta cultura”. Sólo las culturas que Occidente denominó “avanzadas” fueron reconocidas y celebradas y las élites se encargaron de asignar, desde su propia visión las características con que debían cumplir. En la larga historia de las civilizaciones occidentales abunda el encuentro con el “bárbaro”—pues la barbarie cambió de nombre tantas veces como lo demandaban las relaciones de poder—el bárbaro podía ser el vikingo, el musulmán, el judío, el indígena, el negro. Bárbaro era el otro que no fuera blanco, católico, occidental, “refinado”, “civilizado”.
Esa imagen de la otredad descrita como negación de lo “civilizado” permaneció por mucho tiempo en occidente y fue difundida por los centros académicos y por el Estado. Todavía en el siglo XIX era incuestionable—a pesar de que comenzaban a florecer los estudios antropológicos—que no todas las expresiones sociales eran cultura y que sólo unas pocas de ellas tenían el potencial civilizatorio que mejoraría a la humanidad. En el siglo XX esos conceptos comenzaron a modificarse y cuestionarse, en parte por el auge de la antropología y el psicoanálisis, en parte por el surgimiento de las vanguardias estéticas y la nueva conciencia que impulsó el trauma de las Guerras Mundiales. Sin embargo, aún existen grupos que sostienen esa visión reduccionista de la cultura.
La misma actitud elitista y clasista que pesaba sobre el concepto de cultura y que dejaba fuera a todas las manifestaciones ajenas al “mundo civilizado”, pesaba también sobre el concepto de arte. Los grandes censores del mundo artístico palomeaban y tachaban, al tiempo que definían corrientes, acciones y características aceptables: el David, la Mona Lisa, el balé, el Réquiem de Mozart, Tartufo, La Divina comedia, sí. Las estatuillas preclásicas, las danzas tradicionales nórdicas, los cantos rituales africanos, los exvotos, las pastorelas, no.
¿Por qué algunas eran llamadas arte y otras no? Se trata por supuesto de una construcción conceptual: una epistemología que pesaba sobre el arte y que era mucho más fuerte que sus valores estéticos. Las características del arte no tenían que ver necesariamente con su capacidad de generar experiencias estéticas, pues al igual que las del primer grupo, las del segundo pueden cumplir sobradamente, sino en satisfacer las necesidades del poder con base en expectativas asociadas a valores. Se creó inclusive el concepto de “artesanía”, para despojar a las manifestaciones culturales que se transmiten de generación en generación de su potencial artístico. Hoy se habla despectivamente de ellas como “usos y costumbres”, una categoría que irónicamente abarca todo y nada a la vez.
Afortunadamente, los conceptos de cultura y arte definidos desde el clasismo y el elitismo son cada vez más cuestionables, y son pocos quienes defienden esa perspectiva, aunque es preocupante cuando quienes lo hacen ocupan posiciones de poder. La experiencia estética es parte de la humanidad desde su origen. Los rastros más antiguos que se han encontrado de los seres humanos, incluso antes de que se formaran las hoy llamadas “grandes civilizaciones”, ya mostraban su encuentro con la representación estética. Abundan los primeros instrumentos musicales hechos con huesos de animales, rocas y madera y son mundialmente reconocidas las llamadas pinturas rupestres en diversas latitudes del globo donde convergieron diferentes especies de homínidos.
Todas las culturas tienen sus propias manifestaciones estéticas y muchas de ellas están imbricadas en un complejo universo mítico y ritual. Pero que el arte cumpla una función social no le quita su condición de arte, porque no lo despoja de su capacidad de generar la llamada experiencia estética. Por el contrario, es necesario que nos cuestionemos cuáles son las características impuestas a la obra artística desde el poder con las que no requiere cumplir y cuáles son aquellas que sí definen su potencial estético.
Los rótulos en México son una de muchas manifestaciones que deben reconsiderarse como arte—no como “usos y costumbres”—puesto que se trata de una tradición histórica con razón estética, que se ha convertido en un elemento de identidad urbana y colectiva. Los rótulos, como se sabe, se incentivaron después de la Revolución Mexicana en un espacio social donde no existían la impresión de lonas digitales o el neón. Muchas de sus tipografías llevan todavía la marca del tiempo inserta en sus coloridas letras: aún nos encontramos con letras góticas que todos sabemos leer gracias a las “tortas”, “tacos” o “estéticas” y que fueron ampliamente utilizadas durante la época colonial en virtud del auge de la imprenta. Las imágenes abundan, alegrando las largas jornadas proletarias, a veces con humor negro.
Por décadas las escuelas secundarias—que eran el último grado de estudios al que gran parte de la población podía aspirar—incluyeron en sus planes curriculares el llamado “dibujo técnico”, que al igual que la “electricidad”, “carpintería” o “corte y confección” eran talleres pensados para capacitar a los alumnos en artes y oficios con el objetivo de que supieran ganarse la vida. Se trataba de una sociedad donde ser rotulista era un trabajo respetado, con el que se podía mantener a una familia. La tradición ha mantenido esta práctica viva, los estudios de diseño han incorporado los rótulos a sus servicios y diferentes artistas han organizado exposiciones en representaciones mixtas.
El color en el paisaje urbano ha sido introducido por los rótulos en nuestro país desde hace décadas. Cabe pensar que inclusive con los esfuerzos de suprimirlos, seguirán manteniéndose vivos, como siempre, dentro de las llamadas “contraculturas” que no son sino manifestaciones culturales a las que antaño se les negaba su estatuto. La represión sobre los modelos estéticos suele incentivarlos y dotarlos de características políticas que permiten a los grupos en resistencia transmitir mensajes. Lo que a algunos parece “feo” o “desordenado”, es para otros el universo que mantiene vivas las historias colectivas. Las polémicas estéticas no han faltado en la historia, pero el arte siempre triunfa.
Manchamanteles
La subjetividad de lo bello es representada con humor por Raúl Brasca en una de sus minificciones incluidas en la obra Todo tiempo futuro fue peor:
ARTES Y OFICIOS
-Mira qué bien habla. Miente, miente…y sin tropezar nunca.
-Bah, son las mentiras de un escritor. Está representando su personaje, lo ha hecho mil veces, pura rutina. Terminará con la mentira más gorda y arrancará aplausos emocionados, ya verás. Te aseguro que escucharlo más de una vez es aburrido.
-A mí me parece maravilloso.
– ¿Te has acostado con él?
-…
-Ya veo. Mira, te voy a presentar a un verdadero fabulador. También estafa a la gente, pero con tanto talento que les roba su dinero y quedan encantados. La mentira le brota purísima, nada de literatura, cada vez es un estreno. Eso sí que vale la pena. Ah…
– ¿Te has acostado con él?
Narciso el obsceno
Narciso arrancó cada hoja del árbol y la recortó en un cuadrado perfecto. Con el tronco construyó un cilindro perfecto, atravesado por triángulos equiláteros. Pegó las hojas y se sentó complacido a admirar la muerte.