- A veces hay que seguir como si nada, como si nadie, como si nunca
Por: Cut Domínguez
La estrecha oficina podía pasar por cualquier estancia del infierno. Un aire tóxico y maloliente sugería a eso de las dos de la tarde salir corriendo. Y cualquiera de las empleadas de la pastelería lo hubiera hecho, no así Regina, a quien le urgía terminar su tarea, luego de que el gerente sentenciara en uno de sus acostumbrados desplantes. Hay que trabajar tiempo extra, dijo. ¿Yo también? Sí, tú también. Licenciado, pero es que yo…hoy…, expresó la chica. ¡Nada! Te quedas hasta terminar el reporte de gastos y la nómina de los empleados y punto, reiteró el tipo con gesto áspero.
Rebeca miró sus manos y, como relámpago, pasaron varias músicas por su pensamiento. El mundo es un montón de gente, sí; pero también un mar de fuegos. Algunos fuegos necios, no alumbran ni queman; este señor es uno de esos. Nos mira como las sin nada, como las sin nadie, como las sin nunca. Como las que no practicamos cultura, sino folklore. Que no tenemos cara, sino brazos, que no tenemos nombre, sino número, se dijo.
Es un hecho que nada se nota tanto como una muchacha que, por lo general alegre y cordial, llegue al trabajo nerviosa y con evidentes muestras de insomnio; pero también es cierto que la ausencia del parloteo de alguien acostumbrada a ello, permanezca de algún modo callada y aislada de sus compañeras.
Para ser un día tan relevante para ella, por momentos el tedio le resultaba desolador, aniquilante y aun las risas de sus amigas le resultaban ajenas.
En la humedad gris de la noche anterior, había dejado todo en orden. Sobre su cama un sencillo vestido descansaba alisado con una, dos, tres, decenas de miradas hasta hincharse como pan a medio cocer; como hinchadas viera sus esperanzas de que nada inoportuno apareciera en las siguientes 24 horas. Se fue a dormir ya de madrugada con la luz de las estrellas como cobija que entraba por la ventana.
Ay mi niña, al menos este día no hubieras ido a trabajar, diría su madre, antes de que aclarara la mañana, al tiempo que le entregaba una bata azul en cuyo lado izquierdo se distinguía su nombre en letras amarillas. Sí, pero tú sabes como son esos señores, hasta para comer algo hay que pedir permiso y todo es vigilarte, explicó Regina. Bueno, cuídate y recuerda que nos esperan a las seis y media; procura salir a las tres en punto y regresar rápido. Ajá, y tú no olvides lo que te encargué mamá.
Cuando la joven contadora escuchó la noticia de trabajar tiempo extra recordó pertenecer a esa casta de mujeres que mantienen el control y la prudencia, sobre todo en días como ése. Singulares por cuanto se dan solo una vez en la vida. Y nada tenía de raro que me hubiera roto el corazón de tanto usarlo hasta ahora, caviló, mientras seguía con sus números. Y decidió no continuar una discusión chocante; sin embargo, calcularía mal.
Su tranquilidad comenzó a decrecer tan pronto las máquinas selladoras paraban y pasadas las tres de la tarde algunas de las trabajadoras comenzaban a despedirse. Lo que antes veía como ocasos donde se fusionaban transparencias malvas con el dorado mágico del sol, provocando festejos de alegría, ahora le comenzaban a ser opacos, lejanos. ¿Qué me pasa?, se cuestionó.
Por fin, alrededor de las cuatro y media, dio muestra de ánimo y se quitó la bata. ¿Se puede saber qué haces?, escuchó a su jefe quien caminaba hacia ella. Me voy señor, tengo un compromiso urgente al rato. ¿Y se puede saber cuál ese compromiso urgente? Casi nada: me caso a las siete.