Por. Adriana Segovia Urbano
Tengo la impresión de que, sin llegar a un grado siquiera aceptable, la pandemia ha permitido que en ciertos círculos se haya hecho un poco más visible la importancia de la salud mental. Se mencionó varias veces en las conferencias diarias del subsecretario de Salud Hugo López-Gatell sobre la pandemia, como un área que debía contemplarse en las afectaciones a la salud en general, y por tanto la necesidad de ser atendida. En el Instituto en el que soy docente y supervisora clínica, el ILEF, que da servicio de atención psicoterapéutica a la comunidad (clinica@ilef.com.mx), las atenciones casi se duplicaron estos dos años respecto a años anteriores (pasaron de 700-800 promedio a 1500 este año), a pesar de, o quizá gracias a, que la atención migró totalmente de presencial a servicio en línea. Las atenciones además fueron requeridas al Instituto por una serie de instituciones médicas; se crearon y aumentaron las atenciones en grupo a los temas de duelo, violencia, adolescentes en riesgo, enfermedad crónica, adultos mayores, migrantes, periodistas, entre otros. Un par de ejemplos más, solo por ser testiga cercana, instituciones como el COLMEX y la FLACSO escucharon a sus comunidades rebasadas por los estreses de pandemia y brindaron contención emocional periódica a las mismas.
En la consulta particular también aumentó la demanda, mucho más por situaciones de emergencia; los temas más frecuentes han sido: duelo, pérdidas, depresión, ansiedad, estrés, grave tensión familiar. En mi estadística caserísima, hacia el mes de marzo de este año hice este conteo: de 40 personas que había atendido en dos meses, ocho habían perdido a algún familiar cercano, seis por COVID.
Y, sin embargo, a pesar de este movimiento por parte de quienes acudieron de emergencia, o las instituciones que fueron sensibles a las necesidades y actuaron prácticamente con la casa en llamas, sigue habiendo una invisibilidad de esta necesidad, cuando no un menosprecio por el sufrimiento emocional, por no decir por el sufrimiento humano. Me ha tocado escuchar burlas y afirmaciones prejuiciosas hacia quienes se quejan porque no pueden levantarse para ir a trabajar o a la escuela; que no pueden concentrarse para escribir un trabajo académico o escolar; a quienes sienten que lo que estudian o su trabajo no tiene sentido; a quienes tienen un pánico paralizador para poder hablar con su jefe o jefa, con sus maestras o maestros, con sus compañeras o compañeros o con sus familiares para plantearles algún malestar o petición; a quienes no pueden dormir porque su cabeza les dice cosas horribles y negativas sobre el mañana. Mucha gente piensa que esos malestares son solo formas de debilidad del carácter, que se arreglarían si estas personas tan solo “le echara ganas”, “no fueran flojas”, o tuvieran mejor actitud. O, en el caso de las ríspidas relaciones de pareja o familiares, todo se arreglaría si alguien, por ejemplo, estudiara, o bajara de peso, u obedeciera, o ahorrara, o trabajara, o se callara, o no rezongara, o fuera más ordenada u ordenado. Así, de la pura voluntad. Son estos prejuicios, esta mentalidad, esta ignorancia, los principales obstáculos para reconocer los problemas de salud mental, atenderlos, y con ello mejorar el bienestar de las personas y sus relaciones. Ojalá algunxs lectorxs de por acá pudieran siquiera evitar repetir algunos de estos prejuicios y dichos, especialmente hacia sus seres más cercanos y queridos.
Personalmente, me ha tocado acompañar desde hace muchos años la condición depresiva de mi hijo Pablo. Él es muy atento a su medicación y factores que le permitan mantener su equilibrio emocional, siempre que le es posible. Además, cuenta con el apoyo cercano de mi nuera Tania y de su otro ser más querido, su perra Mati. Sin embargo, el equilibrio que puede mantener a veces es frágil y se rompe. Y tiene que librar algunas de las batallas que he descrito. La pandemia, que nos ha llevado a todxs de la incertidumbre al cansancio vital, en medio de descubrir también muchos de nuestros recursos resilientes para lidiar con lo adverso, va siendo ya también una situación insostenible para esta depresión, así como para otras condiciones. Me duele Pablo cuando sufre, pero también lo admiro y lo respeto infinitamente por la manera de enfrentar sus batallas, por su dignidad y su inteligencia, su generosidad y su sentido del humor.
Me pronuncio, grito, ruego, exijo, que nos movamos hacia la empatía hacia estas condiciones emocionales; dejemos de juzgar y aconsejar con buena fe -a veces-, pero con mucha ignorancia sobre lo que la gente debe hacer con sus padecimientos, sus malestares o con sus relaciones. No permitamos tampoco que otrxs juzguen a las personas por estas condiciones. Mejor acerquemos la información de servicios profesionales, confiables y éticos.
Quiero dedicar este texto por supuesto a Pablo; a mis consultantes por honrarme al permitirme acompañar sus sufrimientos, especialmente en estos tiempos, no saben cuánto me han enriquecido como persona; a lxs amigxs y colegas que me sostienen a mí con su amor; a todxs mis colegas que en estos tiempos de pandemia han brindado apoyo profesional de primera de manera gratuita o bajando sus costos. Esas buenas voluntades contribuirán realmente a que salgamos adelante.