sábado 04 mayo, 2024
Mujer es Más –
COLUMNAS GILDA MELGAR

«DOLCE ÁLTER EGO» 43 grados

Por. Gilda Melgar

Llegó el día que Karina tanto anhelaba. Esa tarde, al entrar al salón, observó que la receta estaba ya puesta en el lugar de cada alumno. Inmediatamente puso manos a la obra con el mise en place. Sobre la mesa de mármol, todo lucía albo, cual canvas a la espera de los trazos de un artista: huevos orgánicos, harina fina, mantequilla neozelandesa y una batidora como recién sacada de su caja.

Por fin iba aprender a preparar el bizcocho básico de la repostería. Le costaba pronunciar su nombre en francés y aunque llamarlo Genoise era lo correcto, decidió nombrarlo “genovesa”, que era la traducción más común al castellano.

Parecía una preparación sencilla pero como casi todo en la cocina francesa, escondía algunos secretos.

La primera indicación del instructor de “pastelería europea” fue que llevaran los huevos y el azúcar a fuego medio sobre un baño María al tiempo que batían la mezcla sin parar hasta alcanzar los 43 grados.

Este –les dijo– era el método “esponjoso caliente”. Lo más fácil era echar mano de un termómetro. Sin embargo, lo deseable era que los aprendices supieran detectar esa temperatura con el tacto, llevándose una porción de la mezcla a la barbilla.

Lo siguiente era pasar la mezcla caliente a la batidora, para luego, añadir poco a poco el resto de los ingredientes.

Mientras esperaba a que el batido aumentara de volumen, recordó que tenía una cita pendiente con David.

Lo que le atraía de él no era lo físico a pesar de que no estaba nada mal. Tenía un “no se qué”. Quizás eran su arrojo y seguridad lo que llamaban la atención.

Vertió la mezcla en el molde y lo llevó al horno. En menos de 30 minutos su primera genovesa de vainilla estaba lista para ser cortada y rellenada con crema batida y fresas frescas.

Después de esa sesión, empezó a hornear en casa y nunca compró el termómetro porque su tacto aprendió a detectar el punto exacto en que huevos y azúcar alcanzaban la temperatura indicada.

Cuando la espuma se percibía apenas caliente, como ‘pasada de tibia’, era el momento justo de apagar el fuego.

Cada vez que preparaba el bizcocho y sentía la mezcla calientita en su barbilla, recordaba el antojo que le traía a David. Así que decidió ahorrarse los cafés de preámbulo y lo llamó para concertar una cita.

Sutilmente le dio a entender que iba a ir dispuesta a todo.

Conocía el lugar que él propuso para el encuentro porque a los estudiantes de Hotelería los llevaban ahí para sus prácticas. Al recordar la elegancia del vestíbulo le entró el nervio pues él no era un proyecto serio para ella. Estaba por terminar la carrera y sólo deseaba disfrutar de su libertad.

Se habían citado dentro del salón de té donde ofrecían un servicio estilo inglés con bocadillos salados y dulces.

Tras ponerse el día y disfrutar del sándwich de pepino con salmón, tomó el riesgo de hablarle casi al oído. Él se sorprendió pero la dejó hacer.

Mientras se extasiaba con el strawberry shortcake cuya genoise estaba impecablemente ejecutada, recordó que no le había avisado a su madre que llegaría noche y no tenía ninguna coartada en mente.

Se desesperó aún más y de plano le tocó la pierna. A David no le quedó otra más que pedir la cuenta. Por fortuna ya tenía reservada la habitación ahorrándole así la vergüenza de pararse con él frente al mostrador.

¡Había pedido la suite presidencial ¿En serio ella le gustaba tanto o sólo quería fanfarronear acerca de su ascendente carrera?

Recostados en la cama pero aún arriba del edredón, Karina inhaló el olor a limpio de las almohadas gordas y suaves. Antes de que pasaran a más fue al baño para acicalarse un poco. Mínimo lavarse los dientes. El jabón de manos olía a peonías y era de una famosa marca francesa.

Cuando volvió a la cama, se metieron debajo de las sábanas y comenzó el juego. Besos por aquí, besos por allá, piel suave, pero nada de calor. Recordó los 43 grados de la genovesa en su piel. Por qué David no lograba llevarla a la temperatura ideal.

Al darse cuenta de que la cosa iba a terminar medio mal, volteó a ver su reloj. ¡Por Dios¡ Eran casi las nueve. Tomó las riendas del asunto porque si seguía en su papel de mosca muerta jamás iban a acabar. Tras unas maniobras dirigidas, por fin logró estar lista para recibirlo.

Sí, David era atractivo, echado para adelante, el más exitoso de la generación y ella nunca antes había “dormido” en una suite presidencial. Gracias a él había disfrutado por primera vez de un servicio de té con espumoso incluido.

Aquella sensación cálida y sedosa en su barbilla aún no podía dársela ningún hombre.

Su cita más arriesgada había sido un fiasco. El único buen recuerdo que guardaba de esa hora del té era la textura esponjosa y el sabor avainillado del pastelito de fresas. Al menos aprendió cómo debía saber una genovesa de primera, bien llevada a los 43¨C.


Este relato fue escrito por la autora durante su participación en el taller de literatura “Hasta la cocina”, impartido por Anilú Zavala de Somos Disruptivas.

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