domingo 28 abril, 2024
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«2020: EL AÑO DEL ENCIERRO» El día que nos quedamos en casa

 

A Paola, Iñaki y Santiago, mis hijos, quienes darán cuenta de estos tiempos.

 

Hace un año empezó a gestarse un nuevo mundo. Lenta, pero certeramente, crecía la amenaza que nos llevaría por instantes a habitar las ficciones catastróficas que antes imaginábamos lejanas. Nuestra primera reacción fue ignorarla, sin saber que llevaba dentro la semilla de una nueva realidad. Hace un año planeábamos las fiestas con toda naturalidad, nos abrazábamos, nos rascábamos los párpados con los dedos recién liberados del pasamanos del Metro, y usábamos gel antibacterial solo como un recuerdo del susto que en aquel entonces nos metió la epidemia de la influenza AH1N1. Poco sabíamos de lo que estaba enfrente, como poco sabemos hoy de la forma como esto ha de continuar. 

Ignoramos la amenaza incluso cuando había tomado ya el patio de los vecinos. Pasó en un santiamén, en menos de lo que tardó el invierno en irse. La rapidez con la que corrió dice bastante de nosotros. En sus alcances vemos impreso el signo de la época. En la actualidad, está todo conectado, pero no solo a través de la red y de los dispositivos digitales. En la actualidad, China no parece tan lejos de Italia, ni Italia, de la extinta Tenochtitlán. Hoy, el efecto mariposa parece mucho menos disparatado, y sus consecuencias se muestran frente a nosotros con todo su rigor. 

Hay mil formas de hablar de esta pandemia. Podemos verla desde la destrucción o desde la esperanza. Sus aristas se antojan incontables. Sus caras más grandes han sido, sin dudarlo, la muerte y la golpiza económica que el virus vino a ponernos. Pero ellas no eclipsan a las muchas otras, igual de profundas y dolorosas, como una llaga en la frente que nuestra sociedad no podrá borrarse en décadas. La pandemia fue, desde un inicio, un ventarrón que vino a levantar un polvo compuesto por violencia, desacuerdos, desigualdades y olvidos. Las muchas carencias que veníamos arrastrando del pasado, las injusticias, salieron a flote, y ese terregal no va a asentarse pronto. 

De todos los rostros que podemos verle al COVID-19, yo elijo el de la cotidianidad trastocada. Durante marzo de este año, en este espacio de MujerEsMás, realizamos un ejercicio cronístico donde nos adentrábamos en la manera cómo el día a día, territorio ultraexplorado, lleno de certezas poco valoradas, iba mutando en una especie de híbrido que nunca acabaríamos de conocer porque ya se habría convertido en otra cosa tan pronto empezáramos a definirlo. Nos detuvimos frente a los fenómenos externos; no se necesitaba ser demasiado despierto para adivinar los muchos usos políticos que tendría la pandemia en cualquier punto del globo. Sin embargo, la reflexión permaneció y se ha mantenido viva.

La palabra ya está hoy muy manoseada. Medios de comunicación, gobiernos, redes sociales…, todo el mundo habla de la vieja y la nueva normalidad. Es redundante volver a ella, pero es cierto que fue precisamente esta la primera en destruirse. Antes de la pandemia gozábamos de un sinfín de momentos, que entonces considerábamos insignificantes, pero que en realidad nos construían como personas, como comunidades y como sociedad. La cercanía y la despreocupación con las que nos manejábamos, a pesar de nuestro entorno tan castigado por la violencia, son bienes que hoy parecen irrecuperables, y que, desde el despojo, estamos aprendiendo a valorar. Cualquier visión maniquea es ahistórica y sirve a los intereses del poder. Dicho de otra manera, la historia es siempre una interpretación mezclada.

En ello hay, sin lugar a dudas, una gran lección. Las olas New Age no se cansarán de repetirlo, pero es verdad que la vida son los detalles más minúsculos. Y no los detalles en el sentido comercial de la palabra. Hablo del apretón de manos con el que saludábamos a los apenas conocidos, del beso en la mejilla para decir adiós, del abrazo efusivo del reencuentro con alguien que no habíamos notado que apreciábamos, de la vida nocturna de nuestra Ciudad, de la reunión espontánea que se planeaba el mismo día y acababa en la calle cerrada con el sonidero. No podemos decir que todas esas cosas han quedado atrás, pero a la pausa en que se encuentran no se le ve un pronto final. 

Cuando empezó el largo día en que nos quedamos en casa, en marzo de este año, todos hacíamos planes para cuando volviera la normalidad en abril o, por muy disparatados, en junio. Imaginábamos que llegaríamos a diciembre como quien baja de un avión turbulento y besa el suelo. Que pisaríamos tierra firme y podríamos abrazar a los nuestros, tras haber pasado por una dura prueba colectiva. Es evidente que pecamos de inocentes y que, aun hoy, lo mejor será dejar que sea el futuro quien decida. Quizás esa es otra de las lecciones de la pandemia: no podemos dar nada por hecho, ni las compañías que más valoramos ni el aire en las mejillas ni el café de las mañanas. Cada una de esas cosas puede sernos arrebatada de un segundo para el otro y es entonces cuando vemos su verdadero peso. No tenemos más que aferrarnos a ellas como quien navega en altamar apenas sostenido de una tabla hecha añicos. 

El encierro se prolongó por muchos meses para quienes pudieron vivirlo. Hay quienes no tuvieron un segundo de descanso; la economía familiar no perdona y había que salir a ganarse el pan. Aun hoy, vivimos una versión ya bastante deformada de este encierro. Los lugares públicos siguen o cerrados o poco abiertos, y la distancia, sea para el trabajo, sea para las amistades, sigue siendo la constante. La nostalgia no termina de disiparse aunque nos veamos más, aunque ya transitemos más las calles. Nuestras esperanzas hoy son mucho más discretas: que la cosa no empeore y tengamos que despedirnos otra vez de los breves espacios que nos han sido devueltos. Para algunos, la esperanza es de corte emocional, y para otros, material, en el sentido doloroso de la palabra; un nuevo cierre significaría la devastación de miles de trabajadores. 

Entre cubrebocas, distancias de metro y medio, videollamadas por montones, gel de alcohol y termómetros que toman la temperatura en las gélidas muñecas en vez de centrarse en los espejos de la fiebre, se va tejiendo poco a poco la nueva versión de la cotidianidad. Sin darnos cuenta, en este espacio antes desconocido hemos creado ya nuestras nuevas costumbres, las nuevas pequeñeces que nos alegran las mañanas, las nuevas costumbres odiosas, propias y de los otros, las nuevas minucias que describen, mejor que cualquier biografía, quiénes somos. 

Esta cotidianidad, como todas las otras, también ha de terminar un día. Y por ello, en honor a las que se esfumaron, debemos aprender a contemplarla como quien mira el amor por primera vez. Es imperfecta, será a veces dolorosa, pero es lo que tenemos. Lo mejor será apreciarlo antes que sea la ausencia la que nos obligue a valorar el territorio perdido. Qué difícil resulta ser lo que somos. Pero habría que quitarnos el disfraz, y con ello, el temor, los miedos, los prejuicios; y que aflore el deseo y la sencillez. Quizá entonces seamos más plenos y felices…

El día que nos quedemos en casa abstengámonos de juegos de poder y vanidades fatuas en el amor. La felicidad, como contingencia real y no como imaginario perfecto, depende de la sencillez de salir del laberinto y ser lo que uno quiere ser.

 

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