sábado 18 mayo, 2024
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CULTURA VIDA

Cultura y Derechos Humanos: Más allá de los Derechos Culturales

 

Como una iniciativa de la organización Despertares Derechos Humanos AC, en colaboración con la ONU Sustanaible Devolopment Goals, el historiador y escritor Boris Berenzon Gorn impartió la conferencia Los derechos culturales, componentes centrales del desarrollo humano sostenible. Aquí parte de su exposición.

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Cuando los intelectuales tienen curiosidades más allá de la existencia, sólo hay dos opciones: o que el pensamiento goza de buena salud o que se vive una crisis epistémica. En una sociedad sana, las obligaciones del pensamiento deben corresponder siempre con los grandes problemas vitales —ya sean nacionales o internacionales—, necesariamente relacionados con la justicia y la libertad.

En su libro clásico Si esto es un hombre (1958), Primo Levi habla de los fantasmas cartesianos para hacer notar cómo se crean imposiciones ideológicas con el propósito de justificar todo desde un dogma (desde la cultura, por ejemplo). Quizá, el ilustre escritor judío italiano se adelantó a la respuesta que, años más tarde, daría Jacques Lacan a la célebre máxima de Descartes (“pienso, luego existo”): “donde me pienso no existo” (con la cual el psicoanalista francés cuestionaría la perenne permanencia en el trono de su majestad la razón).

La relación que, desde la teoría, se ha establecido entre la cultura y los derechos humanos ha estado tradicionalmente limitada a la concepción de los derechos culturales. Aunque derechos como la educación y la participación en la vida cultural han sido fundamentales para unificar distintas demandas sociales en favor de una visión del desarrollo que no se limite a las imposiciones del capital, su existencia da cuenta apenas de una superficie mínima dentro del basto territorio que significa la interdependencia entre los dos conceptos en cuestión. 

La propia idea de los derechos humanos es una construcción cultural; al perder esto de vista, quitamos también del foco los muchos consensos que aún faltan por alcanzarse entre los distintos grupos sociales para generar un piso mínimo de respeto a la libertad y la dignidad que no pueda ser interpretado como una imposición de ninguna sociedad desde una situación de privilegio. El diálogo intercultural que el planeta reclama para dar resolución a sus más graves problemas necesita de nuestra reflexión conjunta en torno al vínculo que estas nociones mantienen en común. 

Como lo apunta Gustavo Remedi (2008, p.55): 

“Los derechos humanos son una creación cultural de sociedades y personas a lo largo del tiempo como resultado de su lucha por la emancipación. Sin embargo, esta lucha no es un proceso lineal ni unidireccional, como muchas veces se lo quiere presentar. Son muchas luchas, a veces encadenadas y sucesivas, a veces paralelas, a veces en sentidos divergentes, y hasta en sentidos opuestos”.

Con esta disertación no pretendo acercarme a aquellas posturas que aseguran que existen personas o grupos con “más” o “menos” derechos que otras. Distanciándonos lo suficiente de aseveraciones semejantes, y partiendo del entendido de que esta conversación debe darse siempre en favor del respeto a la dignidad inherente a todas las personas, mi intención es abonar a las reflexiones y trabajos teóricos que han problematizado esta cuestión. 

Como lo apunta Malvina Guaraglia (2018, p. 92), abordar esta cuestión es necesario incluso para hacer un análisis más amplio y profundo del cumplimiento de los derechos humanos alrededor del mundo: 

“(…) los derechos humanos poseen de manera intrínseca una insoslayable dimensión social y cultural que es imprescindible considerar si se quiere medir el grado real de compromiso de que son objeto en todos aquellos ámbitos que caen fuera del Derecho. Más importante aún, es esta dimensión la que permite comprender mejor de qué forma el lenguaje de los derechos humanos interviene en la creación de subjetividades individuales y colectivas y en la construcción del reconocimiento recíproco entre personas muy distantes y muy distintas entre sí”.

Progresivos e interdependientes

El principal instrumento internacional que reconoce la cultura como un derecho, además de establecer sus respectivos mecanismos de garantía y protección, es el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Estamos frente a un tratado multilateral adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966, entrando en vigor en la década de los setenta. Este pacto reconoce que el ideal contenido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que busca liberar a todas las personas del temor y la miseria, no puede conseguirse únicamente mediante el cumplimiento de los derechos contenidos en el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos. 

En este reconocimiento, emanado del PIDESC, resaltan dos de las características sine qua non de los derechos humanos. La primera es la progresividad e implica que aun cuando exista un instrumento que salvaguarde ciertos derechos, ello no significa que en el futuro estos no se puedan ampliar, ampliándose también, en consecuencia, las leyes y tratados que los reconozcan. Hay una lectura implícita de esta característica que es necesario hacer visible. La progresividad suele leerse como el potencial de los derechos humanos de multiplicarse, pero también puede entenderse como su sujeción a ser reinterpretados a lo largo del tiempo. Esta característica es un recordatorio de que los derechos humanos son una construcción cultural, una construcción que puede, y debe, revisitarse conforme transcurren los procesos históricos que involucran a una sociedad. 

Esta característica se ha hecho manifiesta en numerosas ocasiones. Un ejemplo de ello está en el reconocimiento de los derechos de las familias, mismo que se ha ido profundizando a lo largo del tiempo, llevándonos a cuestionar qué entendemos por el concepto de familia; qué hace que una familia sea considerada como tal, en el contexto de un Estado laico; y por qué, incluso hoy en día, existen algunas que no gozan del reconocimiento de las autoridades estatales, obstaculizándose así los derechos a la seguridad social, a la salud y a la autodeterminación personal de sus integrantes. 

En 1966, cuando se firmó el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el entendimiento de este concepto se limitaba a la familia conformada por un padre y una madre con hijos e hijas; no sólo ignoraba la existencia de familias homopartentales y lesbomaternales, sino que también invisibilizaba a las familias conformadas por una madre con hijas e hijos, o un padre en la misma situación, o muchos otros arreglos posibles que no por no ser tradicionales dejan de ser válidos. Así, el artículo 23 de dicho tratado aseguraba que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. El mismo artículo reconocía “el derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen edad para ello”. La existencia de este instrumento no significa que la humanidad tenga que quedarse para siempre atada a una concepción específica de la familia sólo porque ésta ya está escrita en papel.

En palabras de Arias López (2016, p.157): 

“Toda conclusión sobre qué es un derecho es provisional, (…) que luego puede corregirse o cambiarse. Es decir, (…) la idea de universalidad de los derechos humanos [es] una pretensión más que algo concreto; aspecto que explica la naturaleza ‘progresiva’ de los derechos humanos”. 

El reconocimiento que este Pacto dio en su momento significó un enorme avance para los derechos humanos, pero su objetivo no fue nunca el de limitar los derechos que las personas pudieran reclamar en el futuro. Gracias a la progresividad, los Derechos Humanos no están anclados a perpetuidad en una etapa de la historia, sino que están sujetos a un cambio continuo que debe darse siempre en el sentido que beneficie cada vez a más personas, sin perjudicar a ninguna. 

Por otro lado, al reconocer que el ideal de la Declaración Universal no puede llevarse a cabo “a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos civiles y políticos, tanto como de sus derechos económicos, sociales y culturales”, el PIDESC resalta otra de las características fundamentales de los derechos humanos: la interdependencia. Ésta significa que la violación de un derecho lleva implícita la violación de muchos otros. De igual manera, el cumplimiento de uno favorece el cumplimiento de todos los demás. No hay derecho al voto libre sin derecho a la educación y, en su contraparte, el derecho a la educación impulsa el cumplimiento de otros, como el derecho al trabajo.

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WEBINAR: Los derechos culturales, componentes centrales del desarrollo humano sostenible 

 

https://www.facebook.com/DespertaresDH/videos/1631035103736143

 

 

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