Agosto.
Contraponientes
de melocotón y azúcar,
y el sol dentro de la tarde,
como el hueso en una fruta.
Federico García Lorca
Agosto era el mes de mi cumpleaños y de la fiesta nacional que celebraba al Divino Salvador del Mundo.
Los dulces caprichos del trópico centroamericano llenaban de color y antojo los canastos de las vendedoras que cada mediodía tocaban a la puerta ofreciendo vegetales y frutas de estación.
Mi recuerdo agostino destila aromas de marañón y anonas* rosadas. Dos de las frutas que entonces formaban parte del bodegón familiar y hoy me parecen tan exóticas como el mangostán. Exóticas porque me son lejanas; ya no forman parte de mi geografía gastronómica.
Por fortuna, mi memoria –siempre ligada al gusto y al olfato– no olvida esos sabores de crianza y destino.
Aquellas tardes calurosas de agosto, morder un marañón frío era casi igual al disfrute de una nieve. Evoco el momento y su sabor agridulce explota en mi boca. Recuerdo bien el “fresco de ensalada de frutas” que nos preparaban en domingo. Una explosión de mango, marañón, piña, azúcar y hasta una pizca de sal.
¡Y qué placentero era morder la carnosa y aterciopelada pulpa de la anona! Escamosa y poco apetecible por fuera. Dulce y sedosa por dentro. Su aroma inundaba el espacio. Si el color era de un rosa puro, su dulzura era garantía.
Sentada en el comedor, muy cerca de la puerta que daba al patio por donde se filtraban los últimos rayos de sol, encajaba la cuchara al fondo de la cáscara. Sustraía la carne y con cada bocado, mi niñez celebraba los frutos de la tierra que me vio nacer. Sensualidad pura.
Era la fiesta de agosto, pletórica de los caprichos del sol.
* Chirimoya, guanábana o saramulla.