Ahora sí ya estamos dentro. El túnel que nos queda por recorrer es aún incierto, pero su oscuridad empieza a cubrirnos. La luz del otro lado será, tal vez, Wuhan, el epicentro del COVID-19, en China, que se recupera a paso lento, pero se recupera al fin.
En México, los pacientes con COVID-19 son recibidos con un coctel que contiene un poco de todos los problemas sociales que todavía no logramos resolver. La discriminación es uno de ellos. El Copred, en la Ciudad de México, ha tenido que posicionarse: tienen que generarse alternativas para evitar el contagio sin que ello implique que los pacientes que no necesitan hospitalización y que están recluidos en sus casas sean maltratados, ni su dignidad, menoscabada.
Afuera se elevan los saqueos y la violencia. Adentro, el tiempo transcurre de forma diferente. Todo se trastoca, en lo privado y en lo público. Nos volvemos asépticos en todos los sentidos. Hasta las pirámides de Egipto han sido desinfectadas. Los centros de abastecimiento, sin embargo, siguen siendo un espacio incontrolable.
Cuando la locura se inserta en la pandemia nos aferramos a una tablita de sensatez como único antídoto con la esperanza de un náufrago.
Los 20 mandatarios más importantes del mundo se reúnen. Los integrantes del G-20, como todos los mortales, tienen también que hacer home-office. En conferencia virtual, los 20 líderes acuerdan inyectar cinco millones de dólares para mitigar los efectos del COVID-19.
En Italia, la luz de la fraternidad vuelve a alumbrar. Cuba manda a sus brillantes doctores a ayudar a paliar los efectos de la crisis. Su actitud heroica nos lo recuerda: la única salida de esto será a través de la solidaridad. La situación nos pide que hagamos comunidad, que retomemos los lazos que han iluminado los mejores momentos de la especie.